Populismo, primera parte: qué es y por qué considerar todo como tal daña nuestra democracia

Tertulianos sin competencias en análisis político, mercenarios de la opinión y políticos sin argumentos consideran todo lo que no les gusta populismo. En este artículo intentamos dilucidar las distintas acepciones del término y explicar por qué es tan corrosivo usarlo para todo y para nada.

Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ

El populismo es un concepto difícil de definir. Sus distintas acepciones bien merecen un libro. Hoy asistimos desorientados, a menudo horrorizados, a cómo los centros de poder y la prensa ordinaria consideran populista todo aquello que no les gusta o que, sencillamente, no proviene de su propia huerta. Por ejemplo, ¿que una medida la propone un partido que no es tradicional? Populista. ¿Que una propuesta pretende mejorar la vida de las mayorías en contra de las élites? Populista. ¿Que alguien pretende ilusionar a los ciudadanos con una visión de futuro a medio y largo plazo? Populista. ¿Que un medio de comunicación denuncia la corrupción política? Radical, populista, ¡extremista! ¿Les suena?

Las grandes democracias lo son porque los políticos y los expertos debaten con datos, porque permiten el disenso que provenga de la razón y del análisis académico, no del descalificativo barato.

Esta generalización del populismo para designar todo aquello que es distinto tiene un efecto diabólico en las democracias, pues acaba con la legitimidad de toda oposición. Cuando un sistema político elimina la posibilidad de dudar, de reflexionar, de llegar a conclusiones distintas, de oponerse a las ideas ya preestablecidas y de desarrollar convicciones nuevas por medio del uso de la razón, o dicho de otro modo, cuando un sistema político elimina la diversidad de pensamiento y el sano debate de ideas, este sistema deja de ser libre y democrático.

Hoy en día en Europa, y muy especialmente en España, estamos asistiendo a la ridiculización constante de todo pensamiento discordante. Considerar antisistema, populista, radical o extremista todo pensamiento nuevo sin someterlo a un verdadero debate o a una verdadera confrontación de ideas puede quizá resultar divertido a los tertulianos de ciertos partidos políticos que recurren a argumentarios manidos y, sin duda, puede resultar muy rentable a los platós que les dan campo, pero supone un auténtico freno al desarrollo de una sociedad inclusiva, abierta y progresista. Las grandes democracias lo son porque los políticos y los expertos debaten con datos, porque permiten el disenso que provenga de la razón y del análisis académico, no del descalificativo fácil.

Por ello, conviene recordar que hoy una buena parte de lo que los pseudoanalistas nos señalan como populista no lo es. En realidad, nadie es totalmente populista ni otros consiguen no serlo nunca. Ser populista no es una forma de ser: existen actitudes populistas, argumentos populistas, discursos populistas, pero resulta difícil definir a alguien como populista siempre, salvo que su actitud sea recurrentemente así. Pero claro, ¿qué supone entonces ser populista?

DEFINICIONES ACADÉMICAS

En primer lugar, consideremos el populismo como clásicamente lo han hecho las ciencias políticas. Populista sería toda organización constituida en torno a un líder carismático que desarrollase un relato en el que hubiese un claro enemigo (los inmigrantes, las élites económicas, etc.), causa de todos los males, así como un pueblo víctima de dicho enemigo; y que vapulease dos clases de sentimientos, uno de odio contra este chivo expiatorio y otro de esperanza en torno al líder. En esta definición resultaría esencial que los seguidores tuviesen la sensación de que una vez que dicha organización tomase el poder todo se arreglaría rápidamente; y que esta sensación fuese solo el fruto de una corazonada, sin que mediase razonamiento alguno. A las críticas, en estos casos, los más fervientes (¿moderados, pensarán ellos?) defensores de la organización responderían con un «bueno, no será automático, pero con ellos se irá solucionando, ya verás», porque para estos seguidores el resultado sería obvio, porque a ellos los movería una confianza y una fe política basadas en la simple emoción. Esta, digamos, es la definición clásica, pero resulta demasiado específica y excluyente para que la podamos aplicar de manera sistemática, por lo que no nos vale.

Denominar cualquier cosa populismo es en sí una actitud populista.

Existen también acepciones positivas del término populismo. Por ejemplo, Podemos suele referirse a sí mismo como tal porque, para ese partido, populista es todo movimiento que busque la participación del pueblo en beneficio del pueblo. Vemos por tanto que en su variante también existe el elemento emotivo para mover a las masas, pero la diferencia reside en que se haría en beneficio de las propias masas. El filósofo argentino Ernesto Laclau, en su obra La razón populista, aducía a este tipo de populismo como un mecanismo que permitía movilizar a los ciudadanos para que tomaran entre sus manos el control de la cosa pública, aludiendo sin duda a un tipo de democracia de cariz mucho más participativo de lo que lo son los actuales sistemas por representación parlamentaria. El populismo adquiere así una connotación positiva, pero como los actores políticos utilizan normalmente el término en un modo negativo, debemos buscar otra definición que nos sea más útil.

NUESTRA PROPUESTA

Por tanto, si tuviéramos que definir nosotros qué es el populismo, haríamos referencia a dos acepciones complementarias. En primer lugar, un discurso populista sería aquel que construyese una realidad falsa pero verosímil, eludiendo datos o hechos debidamente probados. El único objetivo de estos argumentos sería dar la impresión de veracidad, no llegar a ser veraces. Para lograrlo, es necesario simplificar la realidad y otorgar correlaciones entre los problemas sin que medie análisis alguno. Este tipo de populismo es el del sofisma, el que asigna a un chivo todos los males del universo y ofrece soluciones quiméricas. Esta definición de populismo podría asimilarse pues a la de demagogia.

En segundo lugar, un discurso populista lo sería cuando, además de despreciar la realidad, apelara a las emociones del oyente con la intención de manipularlo en beneficio del emisor. La idea sería la de provocar una adhesión o un rechazo que se basasen en sentimientos irracionales. El discurso populista se convertiría así en una burda manipulación del receptor.

Demagogia (desprecio por la verdad) y manipulación (embate de emociones) se erigirían así en los dos elementos necesarios para que un discurso, un argumento o una actitud pudiesen calificarse de populistas. O esta es al menos nuestra propuesta de definición. De ahora en adelante, pues, cuando hablemos de «populismo» lo haremos en estos términos.

Para concluir, podríamos aseverar que denominar cualquier cosa populismo es en efecto una actitud populista y que, además, daña la calidad de nuestro legítimo y necesario debate de ideas. Los que piensen distinto no deberían ser considerados por ello ni radicales ni populistas. Solo aquellos que, tras un análisis académico y abierto, usasen la demagogia y la manipulación en beneficio propio deberían ser señalados como tales.

Haz clic aquí para leer la segunda parte Por qué escuchar a populistas te afectará durante años.