Dejemos el drama

En Bruselas no captan el concepto. Parece como si, después de años trabajando en cuestiones técnicas en las instituciones, los políticos hubiesen perdido el pulso de la sociedad. En esta nueva temporada LA MIRADA EUROPEA propone un cambio de enfoque para que todos podamos aprovechar las oportunidades que nos brinda la próxima cita electoral.

Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ

En las últimas semanas hemos escuchado a dirigentes de distinto signo avisar a los europeístas de que debemos unirnos contra el enemigo común. Se simplifica el cuadro para que el mensaje llegue. Se divide el mundo en buenos y malos. Se presenta a los buenos como víctimas. Se desprecia el estudio de las causas que nos llevaron al auge de fuerzas reaccionarias o, cuando se procura realizar, el análisis se derrumba por su falta de contacto con la realidad. Los políticos europeos siempre cuentan con muchos datos sobre la mesa, pero no conversan demasiado con el ciudadano de a pie.

Emmanuel Macron fue el primero en hablar de un gran frente europeísta para las próximas elecciones generales: «o ellos o nosotros», vino a decir. Quiso inaugurar así una campaña que se prevé larga y agotadora, porque nueve meses escuchando a políticos hablar de que la UE trajo la paz, de los riesgos de otra guerra mundial o del drama del fascismo podrían llevarnos a una desgana generalizada de consecuencias impredecibles. Estos argumentos no dicen nada a nadie.

Al hastío se unirá también la confusión deliberada de términos, al punto de desvirtuar las diferencias entre las fuerzas políticas y ahondar en el desánimo. El presidente francés utilizó el concepto «progresista», comúnmente asignado a opciones de izquierda, para definir a su bando frente a los nacionalistas, y advirtió del lastre que suponer permanecer «prisioneros» de las etiquetas. Así evitó definirse como «liberal» a pesar de serlo, y por ende, sin más, de derechas, una estrategia que ya puso en práctica durante la campaña presidencial francesa para romper el tablero político y colocarse como única alternativa ante el autoritarismo representado por Marine Le Pen.

Del mismo modo, Udo Bullmann, jefe de las filas socialistas europeas, se preguntaba el otro día en una entrevista en EURACTIV si los europeístas, desde el Partido Popular hasta la Izquierda Europea (equivalente a Podemos), serían capaces de forjar una alianza y mantener una posición común durante la campaña electoral europea.

Se equivocan los partidos políticos si pretenden venderle a la sociedad un fin de época, una amenaza infinita.

Alexis Tsipras, primer ministro griego, sin duda uno de los dirigentes de izquierdas más reconocibles de todo el continente, también declaró el 11 de septiembre en un discurso ante el Parlamento Europeo que las próximas no serían unas elecciones más, sino un «combate de principios y de valores». Sus palabras sonaron deliberadamente imprecisas porque aunque expuso la urgencia de que todas «las fuerzas progresistas favorables a la UE» se colocaran, a pesar de sus diferencias, «en el mismo lado de la historia», no quedó claro si entre estas incluía a los liberales como Macron o si, más bien, buscaba un frente amplio común progresista (según el significado tradicional) para evitar, como espetó, «que la idea europea se viese aplastada entre el destructivo neoliberalismo y la horrible extrema derecha».

Con todo, el vicepresidente del Parlamento Europeo y cercano a Tsipras, Dimitrios Papadimoulis, ya había comentado el día anterior al periódico EURACTIV que, en términos democráticos, todas las alianzas debían ampliarse, no ya a Emmanuel Macron, sino «también a los demócratas neoliberales y a los miembros moderados del Partido Popular Europeo». Es obvio que tienen que aclararse.

Sea como fuere, lo cierto es que las alarmas no son nuevas. Mi generación ya las escuchó en 2008, cuando nos decían «o nosotros o el fin», «o los recortes o el caos». Suena pues a canción trillada. A mentira, pues el mundo es más variopinto y complejo. Además, aunque resulta evidente que una mayoría de ciudadanos todavía comprende los riesgos reales de la extrema derecha, no hay duda tampoco de que no ven por qué se les imponen estos términos radicales: blanco o negro, yo o el vacío. La democracia, por cierto, nada tiene que ver con estos extremos propios del fascismo, donde la disidencia se consideraba traición. Se equivocan los partidos políticos, por tanto, si pretenden venderle a la sociedad un fin de época, una amenaza infinita. La población, parece, prefiere disponer de alternativas, propuestas distintas al actual estado de las cosas.

Por confundir la consecuencia con la causa, nuestro políticos favorecerán los discursos excluyentes, xenófobos y peligrosamente autoritarios.

El concepto está claro: los ciudadanos reclaman desesperadamente alternativas. Constructivas, sí, pero alternativas al fin y al cabo. Si los políticos no las presentan dentro del sistema, en el amplio marco de debate democrático que supone elegir entre las ideas del Partido Popular Europeo y las de la Izquierda Europea, es probable que busquen falsas soluciones en los hoy llamados «enemigos». Por confundir la consecuencia con la causa, nuestro políticos multiplicarán sus efectos y favorecerán los discursos excluyentes, xenófobos y peligrosamente autoritarios.

Dejemos pues el drama. Todavía hay, o debería haber, espacio para el debate. Analicemos cuáles han sido las causas del actual estado de las cosas. Estamos seguramente de acuerdo en que los «enemigos» no son más que oportunistas de la buena hora, pero estos vendedores de humo han comprendido las ansias de cambio de los ciudadanos. Lógicamente no traerán mejoras, pero algunos ciudadanos ansían tanto el cambio que aceptarían incluso sus infortunios con tal de expresar su rabia ante un sistema que, en su opinión, a veces más certera y a veces menos, no logra resolver sus problemas cotidianos.

Se dice a menudo que Europa murió en Atenas. Quizá deberíamos resucitarla.

Algunos políticos europeos han vivido demasiado tiempo obsesionados con el ineludible consenso requerido para avanzar en una Europa tan diversa. Es un dilema difícil de resolver, pero conviene hacerlo pronto. Los ciudadanos no van a esperar más tiempo. Sí, es verdad que los Estados culpan de todo lo malo a Europa y se apropian de sus éxitos, y sí, es cierto que los periódicos nacionales no han sabido adaptarse al nuevo marco de debate que de facto ya existe a escala continental y mantienen un enfoque excesivamente nacional.

Sin embargo, esos problemas son menores, la población tiene ojos. Se habla poco de la desigualdad, de la pobreza, del desempleo, de la precariedad laboral, pero es lo que está frenando las oportunidades vitales de al menos una generación entera. Esto es cierto incluso en Alemania, la primera potencia europea. Todo ello provocado no solo por cuestiones como la robotización o el avance tecnológico, sino también por una política económica y social errática y ciega, sin capacidad (ni voluntad) para adaptarse y mejorarse a sí misma. En unos tiempos en los que el disparate impuesto en Grecia se vende como un éxito colectivo, convendría volver pues a los elementos de base, a la causa primera, de todo este alboroto político. Se dice a menudo que Europa murió en Atenas. Quizá deberíamos resucitarla. Tal vez en los pequeños problemas cotidianos de la gente común los políticos podrían encontrar una explicación plausible que les ayude a superar su actual fracaso. Para ello, sin embargo, necesitan oídos que sepan escuchar.