El credo de la soberanía nacional, que tanto progreso trajo a los Estados europeos en el siglo pasado, se desquebraja en las fronteras de la globalización. Los europeos se sienten amenazados y creen ver en su identidad nacional o regional un refugio seguro. Sin embargo, hoy en día la soberanía nacional, revestida de autonomía e independencia, no es más que un mito: nuestras identidades, si bien han de ser fortalecidas, ya no pueden responder a los desafíos del mañana. Consciente de que la vuelta al sueño de la unilateralidad soberana de los Estados no es una opción válida y preocupado por los efectos trágicos que se derivan de los nacionalismos exacerbados enfrentados, Jürgen Habermas, el prestigioso filósofo alemán, propone a los europeos un patriotismo constitucional para nuestro continente.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
A pocos kilómetros de Nápoles, en la isla de Ventotene, un demócrata liberal, Ernesto Rossi, un comunista, Altiero Spinelli, y un profesor de filosofía, Eugenio Colorni, comprometidos con la resistencia antifascista, redactaron juntos en 1941 un manifiesto por una Europa libre y unida. Corrían tiempos difíciles, en los que varios nacionalismos megalómanos habían llevado al continente a dos guerras mundiales. Esos delirios de grandeza, la búsqueda última de la autonomía por medio de la deflagración, los convirtió en víctimas de sus propios errores. Los tornó siervos.
Los tres pensadores deseaban que Europa rebasara los sentimientos patrióticos, los espíritus de pueblo, para que observara el mundo con una mirada abierta y enriquecedora. Defendieron que, si bien las naciones disponían del derecho y de la libertad de constituirse en Estados independientes, cuyas características fuesen heredadas, no elegidas, de carácter étnico, geográfico, lingüístico o histórico, pertenecía a todas las comunidades libres otro derecho, de rango superior, de constituirse en estructuras cuyos cimientos fuesen los valores que ellas mismas quisiesen darse. Dado que dichas estructuras habrían sido el resultado de su propia elección, afirmaban, los individuos se habrían sentido reconocidos en ellas y, por consiguiente, habrían podido amarlas. Esto constituye la esencia del patriotismo constitucional.
MOTIVOS POSITIVOS
El hermoso sentimiento de amar la propia patria habría podido malograrse de nuevo y ser utilizado con fines perversos. El argumento por el cual una tercera guerra civil europea habría quedado imposibilitada ya que todos conocíamos las consecuencias de la barbarie era pobre en la medida en que una primera guerra mundial no había impedido una segunda. Por ello, explicaba Jürgen Habermas que entre los dos objetivos iniciales de una Europa unida no se encontraban ni la concordia ni la prosperidad: la Unión debía forjarse para conjurar el crecimiento de una escabrosa Alemania y, de este modo, rehuir un nuevo conflicto armado. Dicho de otro modo, era esencial extirpar a los Estados la capacidad de erigirse en poderes tiránicos.
Los europeos padecían la fatalidad de deber adaptarse a reglas y a normas que no dominaban, que no deseaban, sin más elección que aceptarlas. Era el fin de la libertad.
Pronto, no obstante, surgieron otros motivos, reales y aparentes, para construir Europa. Los líderes políticos dieron a entender que el continente se unía para favorecer el crecimiento económico mediante la creación de un mercado común, pero lo que realmente perseguían era imbricar los Estados de tal forma que ya no pudiesen disociarse. Esto, creían, habría posibilitado un progreso humano y social sin parangón en la historia que, a su vez, habría consolidado el apoyo ciudadano a la causa, sin el cual, era evidente, el proyecto federal nunca habría podido llegar a buen puerto. Así, durante cincuenta años desde los tratados de Roma de 1958 Europa obtuvo un notorio reconocimiento y logró sus objetivos primarios y secundarios.
COMPARTIR LA LIBERTAD PARA SALVAGUARDARLA
La globalización lo cambió todo. De repente, desafíos inmensos desbordaron la capacidad de la política estatal de los pequeños Estados europeos: el clima, las epidemias, la llegada de nuevas potencias e, incluso, de nuevas amenazas fueron retos colosales. Se asustaron; los pueblos no sabían a quién echarle la culpa. Sin embargo, una cosa parecía cierta: los europeos padecían la fatalidad de deber adaptarse a reglas y a normas que no dominaban, que no deseaban, sin más elección que aceptarlas. Era el fin de la libertad.
Ninguna nación europea habría detentado el privilegio de influir, por sí sola, en ese mundo nuevo. Ninguna, sin ayuda, habría podido ya defender sus intereses y sus valores con relativo éxito. Los europeos perdían su libertad al empeñarse en permanecer independientes, pero juntos, con un destino común, podían recuperarla. Fue así como Europa devino la condición de la libertad. Los Estados europeos habían de unirse para mantener su soberanía, porque incluso en los casos en que los intereses de unos y otros fuesen contrapuestos, más habría valido dirimir las diferencias en una mesa de negociación que en un campo de batalla.
UNA CONCEPCIÓN CÍVICA Y DEMOCRÁTICA
Ahora bien, ¿cómo era posible construir una unión de naciones sin el elemento clave y fundador que le habría permitido germinar? Era necesaria una Constitución; pero cuál habría sido el infortunio de constatar que para que esa Carta Magna de la Europa unida hubiese sido legítima habría debido emanar, sostenía Habermas, de un pueblo constituyente. De un pueblo constituido. De un pueblo europeo.
¿Existía tal cosa? ¿Qué era un pueblo europeo? Sonaba a pregunta falsaria. ¿Qué era un pueblo español, o un pueblo francés, más que un constructo humano? Habermas advertía sobre la virtud de no confundir una nación de ciudadanos con una comunidad de destino marcada por una cultura, una lengua y una historia comunes. Tal desorientación habría desatendido el carácter voluntarista de una nación cívica cuya identidad colectiva no existía sino con total dependencia del proceso democrático que la vio nacer. El carácter voluntarista de la decisión concertada, el deseo de vivir juntos en un régimen de valores elegidos y no impuestos por una fuerte identidad cultural era lo que permitía el acto fundador y legal de la escritura constitucional. Ese conjunto de circunstancias es lo que se dio a llamar patriotismo constitucional: la adhesión a valores cívicos que los europeos nos otorgamos, que nos definen por encima de cualquier otra diferencia y que, en consecuencia, nos vinculan al resto de individuos que eligieron formar parte del proyecto común.
El proyecto común europeo habría venido para preservar las grandes realizaciones democráticas de los Estados nacionales más allá de sus propios límites y debilidades.
Según Habermas, Alemania, luego de la segunda guerra mundial, había perdido la posibilidad de fundar su identidad política sobre algo que no fuesen unos principios cívicos universalistas. Las tradiciones nacionales, esos relatos históricos —tal y como es la narración europea, que cuenta con más de dos mil años de existencia—, eran constructos apropiados y apropiables solo desde una perspectiva crítica y autocrítica. El filósofo aducía que, en 1945, Alemania no habría podido renacer sin evocar la idea del patriotismo constitucional. La consecuencia fue Europa: ninguna nación habría ya logrado alzarse sobre la base de la exaltación nacional. La lengua, la cultura y la historia debían despertar en nosotros un cierto afecto crítico y autocrítico, pero nuestras reglas debían surgir de valores comunes.
INTENCIÓN, RAZÓN Y AMOR
Europa podría provocar orgullo y afecto en la medida en que fuese el resultado de nuestra elección y de nuestro esfuerzo. Es más, dicha unidad no se habría establecido solo para crear lo nuevo, el futuro, sino sobre todo para conservar lo inventado. El proyecto común europeo habría venido para preservar las grandes realizaciones democráticas de los Estados nacionales más allá de sus propios límites y debilidades.
Si apreciábamos nuestras naciones, por ende, habríamos debido ver en Europa el modo de salvarlas. Era apodíctico. Ahora bien, se preguntaba el filósofo alemán, ¿era posible amar por medio de razones? El contrato, explicaba, era racional, consecuencia del interés compartido; pero se erigía en la prueba de la concordia buscada, de la articulación social voluntaria, proveniente de una elección libre y querida y, como tal, capaz de crear vínculos reales entre los individuos. Ahí habría tenido su morada el afecto, pues nada surgía ni de la racionalidad ni de la pasión puras.
Habermas fue más allá y se cuestionó si era posible amar Europa como tal. La pregunta, decidió, era engañosa porque, suponiendo que hubiese sido posible responder afirmativamente, seguramente no habría sido deseable hacerlo. Según el filósofo, nadie debía amarla: no era un objetivo válido porque nuestros amores nacionales devenidos en idolatrías nos habían abocado en el pasado a dramas atroces. No se trataba por tanto de si los europeos podíamos amar Europa, sino de que en cualquier caso no debíamos.
En cambio, explicaba, seguía siendo deseable que surgiera en nosotros un cierto apego por esa forma de organización fruto de nuestra adhesión a una serie de valores que creíamos —y creemos— esenciales y por unas instituciones, las europeas, que porque los respetan son justas. Europa, por tanto, sería cada uno de nosotros y nuestro afecto no habría de ser sino el orgullo de formar parte de ese proyecto común elegido a pesar de nuestras diferencias que, si bien nos definen, no nos determinan.
Este artículo fue publicado en inglés en Europa United el 6 de diciembre de 2019. Traducido al inglés por el autor.
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Patriotismo constitucional y republicanismo (2002), CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA, nº 125, por Juan Carlos VELASCO (en español).
El patriotismo constitucional, ¿un modelo alternativo para elaborar una identidad europea? (marzo de 2006), Études européennes, por Muriel RAMBOUR (en francés).
¿Cómo sentirse europeo? (noviembre de 2007), La vie des idées, por Céline SPECTOR (en francés).