Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
En estos tiempos difíciles, escribir un artículo sobre Cataluña es una tarea complicada. Resulta casi imposible como español no tomar parte en un conflicto que se prolonga ya casi diez años. Hemos permanecido callados, viendo como nos mentían, permitiendo que una lógica venenosa impregnase las conciencias de una parte de la población catalana, invocando los más bajos sentimientos, para construir, según nos decían, un mundo mejor, un mundo libre.
Como español, me resulta difícil hablar de Cataluña porque me encanta.
Como español, me resulta difícil hablar de Cataluña porque me encanta. Su lengua, su cultura, su arte, sus paisajes, su capital. No creo que haya muchos a los que no les maraville ese rincón del mundo, esa nación hermosa, esa región de España. Sin embargo, como español no catalán, y como europeísta nato, me resulta aún más embarazoso no escribir sobre ella.
En vísperas del 1 de octubre, se han creado en España dos grandes consensos: por una parte, los catalanes quieren votar, quieren votar porque les parece democrático, porque creen tener legitimidad para hacerlo; por otra, el resto de españoles están convencidos de que se ha atravesado una línea roja, que se han dicho muchas cosas feas de ellos, que España es un país democrático y progresista, avanzado y con futuro, y que Cataluña, como cualquier otra región europea, no tiene derecho a votar su separación, la ruptura de un país.
Los referendos gozan de buena prensa internacional. Se ve a gente votando, pueblos dueños de su futuro, como si el porvenir pudiese reducirse a un simple sí o no.
El problema del asunto es que se ha vuelto emocional, pues ha sido llevado al límite por políticos irresponsables que atizaban a las masas buscando prolongarse en el poder, en contra de ambas partes, en contra de la prosperidad común, de la convivencia. Ahora la solución se siente complicada, quizá ya tardía, imposible.
EL REFERENDO, UN ARMA DE DOBLE FILO
El objeto de deseo (o de odio) es el referendo, cura de todos los males para los que anhelan votar. Y claro, los referendos, se sabe, gozan de buena prensa internacional. Se ve a gente votando, pueblos dueños de su futuro, como si el porvenir pudiese reducirse a un simple sí o no. El problema de estas consultas, se sabe también, es que simplifican peligrosamente cuestiones con frecuencia muy complejas.
Cabe recordar que los referendos per se no son democráticos, es decir, pueden serlo o no. Un ejemplo: hubo regímenes políticos que hicieron uso de ellos en el pasado a pesar de no ser democracias, como fue el caso de la dictadura franquista. Otros se han convocado también para transformar democracias en vías de desarrollo en dictaduras, como la actual Turquía de Erdoğan, donde gracias a un referendo el dictador de turno ha logrado legitimarse para acabar con las libertades públicas. Allí una mayoría ha impuesto su moral y ley a la minoría, sin tener en cuenta sus derechos, y de esto se ocupan también las democracias que se consideran tales.
Otro aspecto de alto voltaje de los referendos es que difuminan la fina línea existente entre lo democrático y lo demagógico. Por supuesto, un político sin cultura, populista o que busque engañar para ganar negará ver la diferencia del matiz, a pesar de que existe, tal y como advertía Aristóteles. La razón es que los referendos organizados para resolver temas complejos crean más divisiones de las que resuelven: el caso del referendo de Quebec es un ejemplo transparente, donde la fractura social hoy permanece tras la consulta. Si además las dos alternativas (el sí y el no) se nutren de épicas emotivas, cuando no de mentiras, en lugar de datos y de hechos verificados y verificables, el resultado suele ser catastrófico. De esto saben mucho los británicos.
El derecho a la autodeterminación no se aplica a comunidades territoriales infraestatales de Estados democráticos europeos ya que no disponen de la competencia para pronunciarse sobre la independencia o separación del Estado.
EL DERECHO A LA AUTODETERMINACIÓN
Los inconvenientes de los referendos se intensifican cuando dichas consultas se hacen sobre la unidad de un país, ya que son cuestiones inherentemente culturales. Y peor resultado se produce si los convocantes, fingidos adalides de la libertad, invocan a su conveniencia el derecho de autodeterminación de los pueblos reconocido por Naciones Unidas. Como es sabido, la jurisprudencia internacional y la propia doctrina de Naciones Unidas establecen que ese derecho solo se ha de reconocer a «los pueblos de los territorios coloniales», como las antiguas colonias francesas, «o sometidos a subyugación, dominación o explotación extranjeras», es decir, en caso de genocidio u opresión. Dicho derecho, por tanto, no se aplica a comunidades territoriales infraestatales de Estados democráticos europeos, por mucho que estas cuenten con lengua propia, ya que no disponen de la competencia para pronunciarse sobre la independencia o separación del Estado. Este supuesto derecho a decidir la separación, por tanto, no está reconocido no ya por el derecho español, sino por el derecho internacional.
Por supuesto, esto no supone ningún impedimento para los líderes catalanes independentistas, que afirman lo contrario; al fin y al cabo, «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad», como bien explicaría Goebbels. Luego llegan las frustraciones, claro. Mi duda, llegados a este punto, es si esta lógica del referendo catalán sería aplicable al resto de casos. Por ejemplo, ¿será posible celebrar un referendo de autodeterminación del Valle de Arán si así lo desea? ¿O podrá también independizarse la provincia de Barcelona del resto de Cataluña si lo solicita? Ningún argumento utilizado hoy por los independentistas catalanes podría bloquear estas iniciativas, que sin embargo no tendrían ningún sentido. ¿Qué legitima entonces un referendo en Cataluña? ¿Su singularidad cultural? Supondría aceptar referendos en cada región de Italia, entonces. ¿La historia, afirmando que estos territorios no son una nación porque nunca han sido un Estado? Es un buen argumento, pero es también un arma de doble filo para los independentistas, porque Cataluña tampoco ha sido nunca en la historia un Estado independiente, sino un condado que formaba parte de un reino más amplio, el Reino de Aragón.
Escocia, Quebec o incluso los Länder alemanes sueñan con alcanzar el abanico de competencias con que cuenta Cataluña en los más amplios ámbitos, desde la educación hasta la sanidad, pasando por políticas públicas, presupuestarias e incluso representación exterior.
EN BUSCA DE UN OPRESOR PARA INFLAMAR LOS SENTIMIENTOS
Ahora bien, que a pesar de todo Cataluña quiera ser independiente es otra cuestión, y aquí se crea el problema político. Pero para legitimarse, también es necesario buscar una opresión y, si no existe, se inventa.
Los actuales dirigentes catalanes, que como resulta evidente nunca han tenido ningún tipo de aprecio ni por la concordia entre catalanes ni por la unidad de España, aducen como motivo para la ruptura una supuesta falta de autogobierno y denuncian una supuesta opresión por parte del «Estado español», entendido como maquinaria burocrática y asociada al Gobierno de Mariano Rajoy, para que sea más odioso. Naturalmente, decir que el Partido Popular y España es lo mismo es tan falaz como decir que solo los catalanes sufrieron la represión franquista mientras el resto de españoles vivía en la Arcadia feliz. Estos argumentos son demasiado simplistas para que nos detengamos en desmentirlos, pero sí existen otros en los que sí vale la pena detenerse.
La opresión administrativa
Los favorables a la independencia suelen argumentar que Cataluña está sometida al control del Estado español, pero la verdad es que se trata de una de las regiones con más autogobierno del mundo. Escocia, Quebec o incluso los Länder alemanes sueñan con alcanzar el abanico de competencias con que cuenta Cataluña en los más amplios ámbitos, desde la educación hasta la sanidad, pasando por políticas públicas, presupuestarias e incluso representación exterior en ese experimento diplomático que suponen las ya existentes «embajadas catalanas». No solo no hay represión, sino que Cataluña es ya de facto una región autónoma dentro de un país federal. Y hasta ahora en ella cabían todos los catalanes en un equilibrio logrado, los que se sentían más españoles y los que se sentían menos españoles.
España, supuesto origen de las políticas austeras catalanas
Con frecuencia se ha culpado de la crisis económica y de las políticas neoliberales austeras a las supuestas imposiciones del Estado español, como si en Cataluña no hubiese nunca gobernado la derecha, como si no hubiese gobernado desde hace ya dos lustros. Es, con todo, un relato conveniente. Sirve a los partidos de derecha impopulares por sus políticas para mantenerse en el poder frente al enemigo común, el Gobierno de Mariano Rajoy.
Josep Borrell, catalán socialista, explicaba que los catalanes aportan a las arcas públicas españolas 78 500 millones de euros, de los cuales recuperan 76 000.
En efecto, culpar al otro es siempre un recurso de éxito. Los Estados europeos, por ejemplo, se pasan el día culpando a Europa de sus propias políticas austeras, esas que ellos mismos se autoimpusieron firmando tratados neoliberales. O sin ir más lejos: los ingleses culpaban a Europa de robarles dinero, aunque ya se ha descubierto que era mentira.
El expolio fiscal español
Se habla mucho también del expolio fiscal español. Un argumento que, con los datos de la propia Generalitat en la mano, ya se ha demostrado falso. Es verdad que Cataluña está peor financiada que la media de las comunidades autónomas de España, pero el margen no es extremo y es, además, perfectamente corregible a poco que todos nos sentemos en la mesa a resolverlo. Como bien recordaba en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, Josep Borrell, catalán socialista, explicaba que los catalanes aportan a las arcas públicas españolas 78 500 millones de euros, de los cuales recuperan 76 000. La diferencia es pues, no de 16 000 como afirmaba el líder independentista Oriol Junqueras, sino de 2 400 millones. Además, esa suma restante se asimila bastante a los euros invertidos en otros servicios de los que hacen uso los catalanes indirectamente, a través de los gastos en defensa o los servicios en el extranjero en consulados y en embajadas españoles. Por esta y muchas otras razones, si la lógica del independentismo es económica, no se ha dibujado la realidad tal como es.
ESPAÑA NO, EUROPA SÍ
A la lista de agravios se une la lista de deliciosos jardines de Edén en que vivirían los ciudadanos de una Cataluña liberada del opresor Estado español. Muchos están relacionados con la Unión Europea, de ahí nuestro interés.
Uno de los elementos más interesantes de la lógica independentista es la paradoja entre exclusión e inclusión. Los favorables a la ruptura con España se excluyen de España y, por ende, de la Unión Europea porque rechazan al otro y, al mismo tiempo, suplican que se les acepte en la Unión. Es sin duda una de las mayores paradojas de los nacionalismos periféricos europeos: excluir y rechazar al que no piensa como tú para luego solicitar que se te incluya aunque pienses diferente. Cuanto menos resulta irónico, pero veamos los puntos clave.
Cataluña, territorio europeo
El argumento según el cual una eventual Cataluña independiente permanecería en la Unión Europea se ha demostrado falso mediante el comunicado de la Comisión Europea en que afirmaba que «si una región de un Estado miembro se convierte en un Estado independiente los Tratados [europeos] se dejarán de aplicar automáticamente en ese nuevo Estado. Se convertirá en un tercer Estado» y deberá solicitar su adhesión a la UE acogiéndose al procedimiento habitual en que se encuentran países como Serbia o Turquía. Además, como es notorio, el proceso de adhesión queda bloqueado si uno solo de los Estados miembros se opone a la admisión del nuevo Estado, lo que supondría la exclusión perenne de Cataluña en la Unión, no solo porque España se opondría, lo que sería más que probable, sino porque Francia, Italia y Alemania, por nombrar solo tres, se verían obligados a dejarla fuera para evitar derivas separatistas en sus propios territorios. Si no se abriría un proceso general de balcanización de toda Europa que pondría en riesgo la propia Unión Europea.
Bastaría un decreto de España por el que se estipulase incompatibles las nacionalidades española y catalana para obligar a millones de catalanes a renunciar a la nacionalidad española.
El territorio fuera, pero los catalanes son europeos por nacimiento
Ahora bien, continúa el relato independentista, incluso si de verdad Cataluña quedase fuera de Europa, los catalanes mantendrían su condición de ciudadanos europeos pues son nacidos en España, Estado miembro, y este no dispondría del poder de retirarles la nacionalidad. Este argumento, cuya refutación Rajoy desconoce como demostró en su archiconocida pregunta «¿y la europea?», resulta cuanto menos cuestionable: todos los Estados tienen la potestad de decidir qué nacionalidades son compatibles con la propia. Bastaría un decreto de España por el que se estipulase incompatibles las nacionalidades española y catalana para obligar a millones de catalanes a renunciar a la nacionalidad española para poder ser catalanes y perder, así, la ciudadanía europea y los derechos adquiridos o bien, ironía del destino, permanecer españoles y renunciar a la nacionalidad catalana que tanto lucharon por conseguir.
Fuera hace mucho frío
En cualquier caso, una Cataluña fuera de la Unión Europea se vería confrontada automáticamente a numerosas dificultades prácticas. Por ejemplo, si mantiene el euro como parece ser el caso, ¿cómo piensa asumir las dificultades técnicas de tener una moneda extranjera sin un banco central, el europeo, dueño de la moneda, que le respalde? ¿Y cómo haría con la deuda pública? ¿Renegaría de ella? ¿La asumiría? Y si la asume, ¿cómo haría para financiarse en los mercados internacionales sin un banco central que la apoye? ¿Y cómo afectaría la falta de financiación de la Unión Europea para proyectos de infraestructura, para la agricultura o para proyectos sociales? ¿Cómo sobreviviría su economía sin el mercado común y sin el mercado español, que tanta importancia tiene para las exportaciones catalanas?
Son dudas legítimas porque ciertamente Cataluña podría vender sus productos en el mercado común, pero pagaría las aduanas comunitarias que encarecerían los costes o el precio de los productos. ¿Y qué harían las empresas como Vueling que operan desde Barcelona en toda Europa? ¿Permanecerían o se reubicarían en Madrid para evitar los problemas de pasaporte que supondría salir del espacio europeo? ¿Y el puerto de Barcelona mantendría su importancia o se relocalizarían las mercancías en otros puertos cercanos como Valencia o Marsella?
En términos de defensa, las dudas son parecidas: ¿la policía catalana permanecería fuera del sistema europeo de intercambio de información policial, tan necesario para la lucha contra las nuevas amenazas del siglo XXI? ¿Y Cataluña podría convertirse en un Estado sin ejército o asumiría los gastos, a pesar de ser un país endeudado, de su puesta en marcha, adiestramiento y compra de armas? ¿O lo subcontrataría a otro Estado? Son cuestiones en absoluto baladíes.
El hecho consumado es que la desconexión del resto de España ya se ha producido por el consenso alcanzado: los catalanes han de votar.
CON TODO, CATALUÑA QUIERE VOTAR
A pesar de todo, la realidad es tozuda: aún sin legitimidad en el derecho internacional, ni habiendo sido un Estado en su historia, ni con argumentos convincentes, Cataluña hoy, o al menos una parte de ella, desea ser un país, un Estado, con sus instituciones y su independencia. Los catalanes quieren votar, se han convencido de que tienen derecho a hacerlo, «el derecho a decidir»; este es el gran consenso hoy en Cataluña, si bien tal derecho, como hemos visto, no existe.
Aspiran a hacerlo, y contra los sentimientos nada se puede. El problema político empezó hace años. De haberse atajado de cuajo se habría quizá resuelto, pero el inmovilismo de Mariano Rajoy nos ha llevado a una situación límite.
El hecho consumado es que la desconexión del resto de España ya se ha producido por el consenso alcanzado: los catalanes han de votar, a favor o en contra, con legitimidad o sin ella. Han de votar, punto. Y claro, si bien la legalidad se ha de respetar, faltaría más, este tipo de problemas políticos que se han dejado cocer, solo pueden resolverse con alta política, la que escasea.
EL ORIGEN DEL PROBLEMA: EL RECURSO AL ESTATUTO
La causa del conflicto la podemos hallar en 2010. Si bien el independentismo catalán siempre ha existido, nunca había superado el 30% de apoyo. En 2006, al advertir el malestar de un Estado autonómico inacabado, las Cortes Generales españolas aprobaron un Estatuto de Autonomía para Cataluña que había sido elaborado por el Parlamento de Cataluña. Ese estatuto se habría erigido en ley máxima tras la Constitución y habría consolidado una autonomía merecida y extendida.
Lo lógico habría sido que las Cortes Generales hubiesen modificado la Constitución para adaptarla al Estatuto de Autonomía propuesto por el Parlamento de Cataluña.
A falta de una reforma federal de la Constitución, el Estatuto sentaba las bases de una autonomía reforzada, como pocas se han concedido a una región en el mundo. El Estatuto fue refrendado por los catalanes en un referendo y entró en vigor. Sin embargo, el Partido Popular, molesto por algunas formulaciones, interpuso un recurso de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional español. Este dictaminó en 2010 que, en efecto, algunos artículos del Estatuto violaban la Constitución. «Error político de Rodríguez Zapatero», repetiría la derecha española, «por haber concedido todo y más a los catalanes». La izquierda en cambio respondería que el error había sido presentar el recurso.
Lo lógico, en cualquier caso, habría sido que si el Tribunal Constitucional, en el ejercicio normal de sus funciones, declaraba inconstitucional, como tocaba, algunos artículos del Estatuto, las Cortes Generales hubiesen modificado la Constitución para adaptarla a la legislación propuesta por el Parlamento de Cataluña, aprobada por las Cortes Generales y refrendada por los ciudadanos catalanes. Esto, claro, no fue lo que ocurrió: se modificó el Estatuto y fue en ese momento cuando escaló la tensión.
Fue el escenario perfecto: una crisis económica mundial desde 2008; una respuesta neoliberal acordada en el Consejo Europeo que, aplicada por un Rodríguez Zapatero convencido de su deriva derechista, perdió toda su popularidad y credibilidad ante la izquierda en 2010; al mismo tiempo, el Partido Popular, hostil al Estatuto de Autonomía, llegaba en 2011 a las Cortes Generales y al Gobierno con una desbordante mayoría absolutísima.
Crisis económica, «malos» en el poder y dictamen de inconstitucionalidad sin solución política: el cóctel perfecto para poner en marcha el relato independentista catalán. Los independentistas se frotaron las manos, era ahora o nunca. Se declararon víctimas de los agravios de un Estado español conservador en el que no cabían los catalanes. Que se faltase a la verdad no importaba, acaso ha importado alguna vez en política.
Desde entonces la tensión no hizo más que escalar y ahora los catalanes han decidido que hay que votar como única solución posible. Es más, muchos quieren romper un país que ya no reconocen como suyo. Tengan o no motivos reales, el problema es que se sienten fuera.
Sí, los catalanes se sienten víctimas sin serlo; y los españoles están cansados de que les digan que son un país conservador.
1-0, EL CONFLICTO BUSCADO
En las últimas semanas se ha radicalizado la situación ya que, como decíamos, los referendos, aún sin ser legales, quedan muy bien ante las cámaras, mientras que policías haciendo cumplir la ley y deteniendo a políticos que no respetan el Estado de Derecho da mala imagen y se siente como una afrenta. Así ha ocurrido, incluso cuando estos policías no han hecho más que cumplir las indicaciones del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, institución independiente catalana reconocida por el propio Estatuto, que vela por el cumplimiento de la ley. Hoy día ya todo se vive como un ataque, aunque no sea verdad.
Sí, los catalanes se sienten víctimas sin serlo; y los españoles están cansados de que les digan que son un país conservador cuando es uno de los Estados más progresistas y abiertos de Europa y del mundo, cuando han aceptado con mucho gusto el grado avanzado de autonomía de Cataluña. Entre unos y otros se encuentran los catalanes que se sienten españoles, que hasta la última consulta eran mayoría y quizá sigan siéndolo, quienes sufren la fractura de una sociedad partida en dos y radicalizada. Un conflicto de semejantes características solo puede resolverse con mucho cariño, con altura de miras, sentido de Estado, generosidad y amable alta política. O eso o se consolidará durante años, si no décadas, la fractura social.
Una Constitución reformada en sentido federal habría de someterse a la validación de toda la sociedad española.
REFORMAR ESPAÑA PARA DAR CABIDA A CATALUÑA
En el editorial de hoy del periódico francés Le Monde, se afirmaba que el referendo del 1 de octubre no servirá para nada porque es ilegal y, por ende, no cuenta y no podía contar con garantías democráticas. Aseguraba que, puesto que este referendo no se ha realizado con el acuerdo del Gobierno central, su resultado no será escuchado ni por Madrid ni por el resto de capitales europeas. De esto no cabe duda, sin embargo, urge dar paso al diálogo. Es difícil no obstante que quieres comenzaron el conflicto, es decir, el Partido Popular de Mariano Rajoy, y quienes lo agravaron y lo llevaron al extremo, es decir, los líderes separatistas catalanes, puedan resolverlo.
Ahora bien, si los catalanes votasen mayoritariamente en contra de la Constitución reformada, no cabría otra salida política que la celebración de un referendo pactado sobre la independencia de la región.
En mi opinión, la solución solo puede surgir de un diálogo profundo entre el Gobierno central y el Gobierno catalán dentro de la legalidad constitucional para que se diluciden cuáles son las aspiraciones catalanas en términos de autonomía. Las conclusiones de este diálogo deberían verse reflejadas posteriormente en una reforma federal de la Constitución española, como consolidación definitiva del ya avanzadísimo Estado descentralizado. Una vez reformada, la nueva Constitución habría de someterse a la validación de toda la sociedad española.
Ahora bien, si en el momento de la votación de esa reforma, de esa propuesta de convivencia, los catalanes votasen mayoritariamente en contra de la Constitución reformada, no cabría otra salida política que la celebración de un referendo pactado sobre la independencia de la región. Llegado ese momento crítico, sin embargo, sería esencial que el Gobierno español estableciera claramente cuáles serían los mínimos de participación que validarían la consulta. Puesto que no se trataría de una elección para cuatro años, puesto que no sería un cambio temporal reversible, sino un decisión que se aplicaría de forma permanente, irreversible, para siempre, sería obligatoria una mayoría reforzada para validar la opción de cambio, es decir, la independencia. Esto hoy suena a dictatorial en la retórica populista y demagógica, pero es bastante razonable y práctica habitual en los referendos de este tipo. Permite evitar situaciones como las del Brexit en Reino Unido, donde un 51,9% tomó una decisión tan transcendental, que cambió para siempre las vidas de todos los británicos.
Me encanta Cataluña y su vigor debería ser un ejemplo para todos.
Como parámetros, por ejemplo, sugeriría que la participación fuera superior al 70% de la población con derecho a voto y que el número de catalanes a favor de la independencia superara el 65% de los votos. Solo así se validaría el resultado, a sabiendas de que dicho referendo vinculante sería el último en décadas sobre la cuestión, lo que evitará votar cada dos años hasta que los independentistas logren sus objetivos.
Personalmente, no puedo dejar de sentir cariño por unos catalanes que luchan por una idea, aunque sea mala y negativa para ambas partes. Me encanta Cataluña y me encanta la lengua catalana y su vigor debería ser un ejemplo para todos. Sin embargo, mientras el presidente francés Emmanuel Macron propone que soñemos con una Europa más unida, más solidaria, más abierta al otro y más armoniosa, la lógica separatista pretende afirmar una identidad en contra del otro, excluyente. Es una pena, porque Europa nació precisamente para acabar con los nacionalismos que tan mortíferos habían resultado para el continente.
Lo más triste es el triunfo de la lógica populista, de la lógica excluyente.
Nadie desea una Europa atomizada en Estados-región. Y este deseo provocará el más que seguro bloqueo de una Cataluña independiente dentro de la Unión Europea, pero más allá de todas estas cuestiones lo más triste es el triunfo de la lógica populista, de la lógica excluyente. Yo me siento orgulloso de España, un país en el que se hablan varias lenguas, donde se mezclan las diferencias, donde el otro es una oportunidad de crecimiento personal más que una afrenta, donde las identidades multiplican para enriquecernos, en lugar de aislarnos. España, la España federal que de facto existía hasta 2010, la España progresista que construimos antes de la crisis, era y debería seguir siendo un ejemplo para una Europa que anhela construir en la diversidad.
Para mí ser español es sinónimo de apertura, de alegría, de progresismo, de contestación social y de inagotable capacidad de reinvención. De esto sabe también mucho Cataluña, porque lo demuestra cada día. Como concluía el editorial de Le Monde, para resolver esta cuestión deberemos utilizar la inteligencia política. Ojalá la recuperemos, porque en los momentos clave de la historia hemos sabido hasta ahora estar a la altura de las circunstancias.
Concluyo haciendo un llamamiento: votemos a líderes que nos hagan convivir, que nos hagan soñar, que nos hagan querer y querernos, y abandonemos de una vez por todas a los líderes populistas, a los líderes que fomentan la exclusión y el odio al otro. Menos discordia y más fraternidad. Nos lo merecemos todos, por el bien de todos.