El 23 de junio se acerca y, con él, las posibilidades de que se abra la caja de Pandora. En esta segunda edición sobre el Brexit, LA MIRADA EUROPEA ofrece el relato que explica cómo hemos llegado a esta situación límite.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ (traducción)
Dos días antes del referendo sobre el Brexit suenan las alarmas sobre el tremendo impacto económico que supondría para el Reino Unido, Europa y el resto del mundo la victoria del Brexit. Si bien la City ha sido siempre una ciudad dividida a este respecto, los grandes poderes económicos del país se han unido para advertir de los riesgos potenciales de un tal desenlace. Su frente común comenzó a principios de marzo cuando Carolyn Fairbairn, directora de la Confederation of British Industry (CBI, la patronal británica), declaró públicamente que el Brexit debilitaría a la economía británica durante los próximos quince años. El Banco de Inglaterra también expresó en voz alta su preocupación sobre el riesgo de una recesión a corto plazo, uniéndose así al informe del Ministerio de Hacienda británico sobre la eventual caída del PIB nacional que supondría abandonar la Unión. Sin embargo, la inquietud no es solo británica: el Fondo Monetario Internacional se ha sumado recientemente para advertir de los enormes riesgos que el Brexit acarrearía a la economía mundial.
Tanto la decisión del líder laborista Harold Wilson de celebrar un referendo en 1975 como la actual apuesta de David Cameron fueron dictadas por el mismo imperativo de superar las propias divisiones internas sobre la cuestión europea.
El primer ministro británico, David Cameron, ha puesto en marcha una campaña a favor de la permanencia en la Unión Europea. Se ha esmerado para convencer a los británicos de las incertezas políticas y económicas que supondría a largo plazo la separación. Si bien tras la negociación de Bruselas a principios del mes de febrero el primer ministro utilizaba un moderado «salto a lo desconocido» para calificar el Brexit, su vocabulario se ha ido endureciendo en fechas recientes hasta considerar la salida la «opción de la autodestrucción». No es falso afirmar que si el Reino Unido se fuera las consecuencias serían desproporcionadas: no solo deberían renegociar los términos de una nueva relación comercial con sus socios europeos, sino que además verían cómo su histórica «relación especial» con Estados Unidos perdería fuelle. Por último, pero no por ello menos importante, el Sr. Cameron se vería abocado a la dimisión, dejando el partido en manos de Boris Johnson, el hasta hace poco alcalde de Londres, conocido por su acérrimo euroescepticismo: nada mejor para dar alas a los euroescépticos en toda Europa, algo que el presidente ruso, Vladimir Putin, ansía desde hace tiempo. Por todo ello, hay una pregunta que ineludiblemente debemos formular: ¿cómo pudo el Sr. Cameron llegar a esta situación?

El Reino Unido y Europa ya tenían una relación polémica incluso antes de la adhesión definitiva del primero en la Comunidad Económica Europea (CEE, la antecesora de la actual UE) en 1973. Aunque hoy resulte difícil de creer, fue el partido conservador británico el que negoció y obtuvo la admisión del país en la CEE. De hecho, mientras los conservadores se mostraban en general más favorables a la adhesión, era en el seno del partido laborista (el equivalente al partido socialista español) en el que predominaba una corriente más euroescéptica. Ironías del destino, tanto la decisión del líder laborista Harold Wilson de celebrar un referendo sobre la permanencia del Reino Unido en la CEE en 1975 como la actual apuesta del líder conservador David Cameron fueron dictadas por el mismo imperativo de superar las propias divisiones internas sobre la cuestión europea.
La primera vez que la idea del Brexit tomó forma entre los políticos conservadores fue ante el surgimiento de los partidos populistas.
Cabe recordar que, desde los años ochenta, Europa ha sido motivo de profundas divisiones en el partido conservador, hasta el punto de crear serios problemas de liderazgo que, por ejemplo, fueron la causa del final del mandato político de Margaret Thatcher. De hecho, fue bajo su liderazgo cuando se produjeron las primeras derivas en el partido conservador hacia posiciones euroescépticas. El discurso de Thatcher de 1988 en Brujas (Países Bajos) es un símbolo de la dialéctica euroescéptica e ilustra cómo el proyecto federal europeo se percibía ya como una amenaza a la soberanía nacional británica. Otro punto de inflexión importante en el ascenso de euroescepticismo en el partido conservador tuvo lugar a principios de los años noventa con la polémica ratificación del Tratado de Maastricht en 1993.
Con todo, en ese momento, a pesar de la feroz oposición a ceder nuevas competencias a Bruselas que ya existía en el país, la idea de abandonar la UE no formaba parte del discurso euroescéptico. La primera vez que dicha idea tomó forma entre los políticos conservadores fue ante el surgimiento de los partidos populistas, como el Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés), que la adoptó como su principal bandera política.
Fue la preocupación de los diputados conservadores por mantener satisfecha a la rama más extremista de su partido lo que empujó a Cameron a tomar una serie de decisiones incómodas. En 2009, por ejemplo, decidió retirar a los parlamentarios británicos conservadores del Partido Popular Europeo (PPE), la familia política conservadora en el Parlamento bruselense, lo que lo llevó a la conformación de un nuevo grupo parlamentario, el de los Conservadores y Reformistas Europeos (GCRE), que reuniría a los partidos más euroescépticos del continente.
Ahora bien, la mayor duda aún sin respuesta que debemos resolver es hasta qué punto es responsable el Sr. Cameron del progresivo aislamiento del Reino Unido.

A pesar de que la presión para que convocara un referendo seguía creciendo, no fue hasta el 2013 cuando Cameron comenzó a mostrarse menos reticente. La consulta por la permanencia del Reino Unido en la UE es el resultado de un camino de aceptación progresiva. En 2010, el gobierno de coalición de conservadores y liberales prometió una nueva ley que habría vuelto obligatoria la convocatoria de dicha consulta en el caso de nuevas transferencias de poderes a la capital europea. En 2011, ochenta y un parlamentarios conservadores votaron a favor de la consulta. Sin embargo, la mayor prueba de fuerza tuvo lugar en 2013, cuando ciento catorce diputados conservadores se lamentaron, en un voto parlamentario, de la ausencia de alusión al referendo en el discurso de la Reina de ese año. Poco después dichos diputados se manifestaron en torno al parlamento británico en Westminster para defender una «ley por un referendo sobre la Unión Europea», en un intento de inscribir la consulta en la legislación británica de forma irreversible. La operación fracasó, pero no pasaría mucho tiempo hasta que se produjese el famoso discurso de Bloomberg, con el que el Sr. Cameron se comprometió públicamente a su organización a finales de 2017, después de haber negociado, matizó, un nuevo encaje para el Reino Unido en una Unión Europea «reformada». De esta manera, el referendo obtuvo reconocimiento jurídico como ley británica y obtuvo la sanción real bajo el nombre de «Ley de Referendo sobre la Unión Europea» en diciembre de 2015.
Si el Reino Unido decidiese quedarse, podríamos encontrarnos ante una paradoja: el socio más «reacio» podría convertirse de pronto en el miembro más «legítimo».
Ahora bien, la mayor duda aún sin respuesta que debemos resolver es hasta qué punto es responsable el Sr. Cameron del progresivo aislamiento del Reino Unido. Quizá el aumento creciente del euroescepticismo habría sido también una presión no solo para Cameron sino también para cualquier otro primer ministro conservador, salvo si este hubiese sido euroescéptico. En este caso, la responsabilidad del Sr. Cameron en el embrollo habría de medirse de otra manera. En cualquier caso, lo que es evidente es que el 23 de junio será un momento decisivo para el Reino Unido, tanto que encontrará su lugar en los libros de historia. Eso explica por qué el Sr. Cameron y el mundo entero temen que la situación se les vaya de las manos en un momento como este, de extrema incertidumbre política y económica para Europa. Si Gran Bretaña decidiese marcharse, en efecto, Europa correría (entre otros) el riesgo de que otros partidos populistas y nacionalistas tomaran recorte de la experiencia británica y propusiesen sus propios referendos independentistas. Si en cambio el Reino Unido decidiese quedarse, podríamos encontrarnos ante una paradoja: el socio más «reacio» podría convertirse de pronto en el miembro más «legítimo» y daría a Europa una lección de democracia. Nada es pues baladí: el Sr. Cameron podría marcarse el tanto de su carrera o casarse con el enemigo; mientras que los euroescépticos podrían bien lograr su objetivo ansiado o ser silenciados, al menos temporalmente. La actitud torpe o quizás valiente del primer ministro ante Europa debería, por tanto, como la de sus predecesores, ser contextualizada en su evolución cronológica. En este sentido, parece que en los momentos políticos clave los procesos subyacentes a los asuntos tratados son tan determinantes como las propias decisiones personales.
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