¿Qué votaremos en las próximas elecciones europeas y por qué podríamos haber hecho más?

Banderas europeas ante la sede del Parlamento Europeo en Bruselas.

En este último artículo antes del parón veraniego, explicamos el proceso conocido como Spitzenkandidaten, por el que elegiremos al próximo presidente de la Comisión Europea, y cómo el fracaso en la confección de listas transnacionales ha empobrecido la asimilación de la UE como un espacio común para todos.

Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ

En las elecciones europeas de 2014, el Partido Popular Europeo obtuvo el mayor número de escaños y su líder, el luxemburgués Jean-Claude Juncker, fue designado presidente de la Comisión Europea por el Parlamento Europeo. La alianza con el Partido Socialista Europeo para lograr una mayoría parlamentaria europeísta llevó a la conformación de una gran coalición que permitió al líder de los socialistas, el alemán Martin Schulz, convertirse en Presidente del Parlamento Europeo.

En sí este sistema no tiene nada de extraño y resulta similar a los procesos de designación de presidentes de nuestro sistemas nacionales. Así se elige al presidente del gobierno de España, al del Congreso de los Diputados y también al del Senado español. Sin embargo, un elemento marca la diferencia con respecto a los procedimientos nacionales: en la UE este proceso, conocido como Spitzenkandidaten, por el cual el partido ganador en las elecciones impone a través del Parlamento Europeo quién será el siguiente presidente de la Comisión, no aparece registrado en realidad en ningún Tratado Europeo. Es simplemente un procedimiento que se aplicó por primera vez en las elecciones de 2014 a iniciativa del Parlamento Europeo, que buscaba reforzar su papel institucional, así como incrementar el nivel de democracia en Europa.

Pronto veremos cómo cada familia europea elige para la próxima cita electoral a un líder europeo único que deberá presentar un programa de gobierno a todos los ciudadanos.

No resulta por tanto chocante que el Parlamento lo haya vuelto a proponer. ¿Se ha opuesto alguien? Por supuesto: los líderes nacionales son reticentes a la repetición de la experiencia porque desean mantener poder institucional para elegir a alguien afín. En parte la ley les da la razón: el procedimiento oficial que establece el artículo 17 del Tratado de la Unión Europea (TUE) establece que «teniendo en cuenta el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo y tras mantener las consultas apropiadas, el Consejo Europeo propondrá al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión». Esto significa que el Consejo Europeo, institución donde se sientan los jefes de Estado y de Gobierno de los Estados miembros de la UE, dispone en realidad de la prerrogativa para elegir al candidato a presidente de la Comisión.

Sin embargo, el artículo prosigue: «el Parlamento Europeo elegirá al candidato por mayoría de los miembros que lo componen. Si el candidato no obtiene la mayoría necesaria, el Consejo Europeo propondrá en el plazo de un mes, por mayoría cualificada, un nuevo candidato, que será elegido por el Parlamento Europeo por el mismo procedimiento». Gracias a esta segunda parte, el Parlamento Europeo ha aprovechado para forzar que se adopte el proceso del Spitzenkandidaten. Lo hace porque considera que así se acerca el liderazgo de la Comisión al voto de los ciudadanos, mejorando el carácter democrático de la Unión. De este modo, en los próximos meses veremos cómo cada familia europea elige para la próxima cita electoral a un líder europeo único que deberá presentar un programa de gobierno a todos los europeos.

UNA DE CAL Y UNA DE ARENA

En cambio, el Parlamento Europeo prefirió dejar atrás en febrero la histórica propuesta de que se constituyan listas electorales paneuropeas para elegir a algunos de nuestros eurodiputados.

Esto habría permitido que, al votar en las elecciones europeas, junto con la lista tradicional de nuestro partido nacional preferido, con su líder y sus propuestas para Europa, hubiésemos podido escoger también una segunda lista transnacional de una familia política europea, esto es, de un gran partido europeo que reagrupase a los nacionales y que propusiese un equipo común y un programa basado en objetivos continentales y no nacionales.

El primer afectado ha sido el presidente francés Emmanuel Macron, firme defensor de las listas transnacionales rechazadas y contrario al procedimiento del Spitzenkandidaten.

La propuesta en concreto consistía en que de los 79 escaños que el Reino Unido iba a dejar libres con su salida de la Unión, el Parlamento hubiese repartido 27 entre sus Estados miembros según el aumento de su población (algo que sí se va a aplicar) y que 46 fuesen utilizados para constituir listas paneuropeas transnacionales. Los eurodiputados han preferido eliminar esos escaños, quizá por temor a las críticas de los partidos populistas antieuropeos.

UN CONCEPCIÓN EUROPEA QUE TENDRÁ QUE ESPERAR

Al primero al que esta situación ha puesto en jaque ha sido al presidente francés Emmanuel Macron, ya que era él firme defensor de las listas transnacionales rechazadas por el Parlamento y contrario al procedimiento del Spitzenkandidaten para elegir al presidente de la Comisión.

La crítica más feroz contra las listas transnacionales hasta el momento ha sido que estas no lograrían incentivar el debate partidista y que solo aumentarían las tensiones entre los Estados. Esto en parte es verdad si las listas fuesen abiertas y los votantes pudieran expresar sus preferencias por algunos de los nombres presentes en la lista. Así, efectivamente, los españoles claramente votaríamos por políticos españoles y los suecos, por políticos suecos, pero este inconveniente, nos parece, dispone de fácil solución.

En el siglo XIX, la unión de sociedades fragmentadas como las que conformaban los Estados-nación europeos se logró mediante la instauración de un sistema electoral en el que unos partidos políticos hicieron campaña a nivel estatal y prometieron a sus votantes un abanico de medidas igual en todo el territorio nacional.

Es curioso: a veces lo que es nocivo para un sistema político como puede ser el español puede resultar beneficioso para otro, como el europeo. Señalamos esto porque la solución sería un sistema electoral con listas cerradas. Si los partidos políticos priorizasen previamente a sus candidatos en una lista predefinida, se podría evitar la preferencia nacional que comentábamos antes y únicamente estaríamos en posición de votar por nuestro partido de preferencia, sin poder valorar otras cuestiones. De este modo, la elección la haríamos sobre una base programática e ideológica y no nacional. El número final de votos en todo el continente, sumados en un cómputo global que habría que determinar, sería el elemento que determinase el reparto de escaños.

Ahora bien, no se aplicará. Los políticos europeos consideran, o al menos así lo dejaron constar en febrero en una votación en el Parlamento Europeo, que el electorado desarrollará una perspectiva común europea con la simple elección del presidente de la Comisión de forma indirecta, sin que medie lista paneuropea alguna. No es en sí una opinión equivocada, pero obvia algunos elementos históricos de la construcción del Estado-nación.

Mientras no tomemos consciencia, seguiremos dándonos de bruces con los problemas derivados de una democracia que surge de la agregación imperfecta y nacionalista de veintisiete democracias nacionales.

En el siglo XIX algunos de los Estados europeos padecían fracturas lingüísticas, religiosas, étnicas o de otra índole que impedían a los ciudadanos sentirse parte de un proyecto común. La unión de dichas sociedades se logró mediante la instauración de un sistema electoral nacional en el que unos partidos políticos hicieron campaña a nivel estatal y prometieron a sus votantes un abanico de medidas igual en todo el territorio nacional para resolver asuntos de relevancia nacional. Esta conformación de un proyecto común, cargado de interés general, y no la elección de un líder para todos mediante votaciones parciales en regiones o en provincias a líderes regionales o provinciales, fue lo que permitió instaurar una sensación de destino común y un sentimiento de pertenencia a la nación.

Mientras no tomemos consciencia de ello, por tanto, seguiremos dándonos de bruces con los problemas derivados de una democracia que surge de la agregación imperfecta y nacionalista de veintisiete democracias nacionales y no de una legitimidad propia, basada en temas y objetivos comunes a todos los europeos.

El Parlamento, normalmente la institución más a la vanguardia y crítica, en esta ocasión no ha llevado la iniciativa, quizá porque ha prevalecido el sentimiento y las directrices de las capitales de cada país. O quizá porque los eurodiputados consideraron simplemente que la propuesta concreta presentada en la cámara no era pertinente en su forma. Sea como fuere, lo cierto es que el campo de batalla sigue sin ser europeo. Ya lo dijimos en el pasado: o somos creativos y valientes, o podría llegar el día en que no tengamos Europa que defender. Esperemos que para futuras citas electorales hayamos avanzado hacia una Europa algo más unida y que dicha unión se perciba de forma más nítida, también en estas cuestiones.