En lugar de observar pasivamente el aumento del populismo en Europa, la izquierda democrática debe actuar para lograr una globalización regulada, estiman los economistas Jean-Luc Gaffard y Francesco Saraceno.
Jean-Luc GAFFARD y Francesco SARACENO
Las elecciones italianas después de las alemanas y de las francesas confirman el aumento del populismo que hoy toca todos los países de Europa y no solo los antiguos países comunistas. El Brexit y la crisis catalana también dan prueba de ello. Al mismo tiempo, en estos tres países fundadores de la Unión Europea (UE), la socialdemocracia se debilita singularmente, cuando no se hunde.
El discurso en boga consiste en afirmar que esta socialdemocracia no tiene nada que decir sobre la globalización, que no ha sabido renovar ni sus análisis ni sus prácticas para hacerle frente o, de forma más cruda aún, que no ha sabido romper de verdad con políticas juzgadas ahora anticuadas pero que contribuyeron al éxito de los «treinta gloriosos» (1945-1975). El mundo, prosigue el discurso, ha cambiado radicalmente y ha llegado el momento de adaptarse a él, de introducir flexibilidad ahí donde solo había seguridad.
VARIOS TIPOS DE GLOBALIZACIÓN
En este discurso, la globalización es un bloque, un horizonte infranqueable y sobre todo único del que la UE sería el ejemplo más avanzado. No habría elección entre ella y el populismo soberanista. Este discurso olvida bien rápido que los famosos «treinta gloriosos» fueron un momento de globalización, de liberalización de los intercambios pero subordinados a los objetivos de crecimiento y de bienestar de los distintos países.
Olvida también que existen varios caminos, varios tipos de globalización aunque las condiciones geopolíticas actuales sean muy distintas a las posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La derrota de la socialdemocracia se debe a su aceptación de un modelo específico de globalización que opone el mercado total al Estado regulador y no al fracaso declarado de un modelo que permite que la cohesión social sea una garantía no solo de equidad sino también de eficiencia.
El verdadero problema de la socialdemocracia, en Europa como en otros lugares, es que ha perdido su identidad, que se ha limitado a llorar la muerte de la regulación pública.
El verdadero problema de la socialdemocracia, en Europa como en otros lugares, es que ha perdido su identidad, que se ha limitado a llorar la muerte de la regulación pública, que ha aceptado la división simplista y falsa entre partidarios de la globalización y soberanistas, sumándose a un consenso en el terreno económico que hace que las políticas de izquierda y de derecha sean extrañamente similares, como si ya no hubiera necesidad de discutir las decisiones al estar estas justificadas por un razonamiento científico imparable.
Todos deberían, sin embargo, darse cuenta de que en nombre de una cierta lectura de la competencia, pretendidamente pura y perfecta, y de la ortodoxia presupuestaria, singularmente en Europa, se ha frenado el crecimiento, se ha incrementado la precariedad, se ha producido una fractura social y territorial, procesos todos estos que explican el aumento del populismo tanto como, si no más que, el fenómeno migratorio.
Lejos de la alardeada emergencia de una sociedad abierta e igualitaria, las que han visto la luz son sociedades fragmentadas que no tienen como perspectiva la superación de los Estados, sino la vuelta a los conflictos de interés y la instauración de formas despóticas en los casos en que el populismo terminase por prevalecer.
Las almas buenas piensan que se trata de un mal momento que pasará y que, cuanto antes se promulguen las reformas neoliberales, más rápido se despejará el horizonte. Otros proponen que su puesta en marcha se ralentice a la espera de días mejores, pues consideran que la reanudación del crecimiento es cercana. Ni unos ni otros cuestionan la validez de estas reformas a largo plazo.
La socialdemocracia, por su lado, ha elegido diferenciarse de la derecha conservadora por medio solo de sus reivindicaciones sociales, corriendo el riesgo de alienar a las clases populares que tenía vocación de representar. Ha internalizado la idea de que la globalización ponía definitivamente en tela de juicio la capacidad del Estado para organizar la regulación económica y la protección social, a veces incluso imaginando que las empresas socialmente responsables podrían sustituirla.
REGULACIÓN PÚBLICA
¿No habría llegado el momento, al contrario, de que esta socialdemocracia se preocupara, como lo ha hecho en el pasado, por la inestabilidad recurrente de las economías de mercado que solo puede frenar una regulación pública y que buscara nuevos medios para ponerla en marcha en un mundo abierto, en lugar de limitarse a invocar la necesaria solidaridad social y humanitaria sin dotarse de los medios económicos y políticos para alcanzarla?
Buscar la estabilidad económica y la cohesión social supone rechazar las reformas que se traducen en una fuerte precariedad de las clases populares. Una precariedad que conduce al dualismo y al debilitamiento de las capacidades individuales a riesgo de amenazar la innovación y el crecimiento.
Buscar la estabilidad económica y la cohesión social supone rechazar las reformas que se traducen en una fuerte precariedad de las clases populares.
Buscar la estabilidad económica y la cohesión social supone reconocer que los Estados-nación desempeñan un papel esencial en la configuración de la globalización al ser los aprovisionadores de los bienes públicos, que van desde el respeto a la ley hasta la estabilización macroeconómica y que son necesarios para el buen funcionamiento de los mercados, tal y como nos lo recuerda el economista Dani Rodrik («The Trouble with Globalization», en The Milken Institute Review, 2017).
Buscar la estabilidad económica y la cohesión social, en lo relativo a las empresas, supone que, en lugar de relativizar su legítimo objetivo de búsqueda del beneficio, se reconozca que estas constituyen una coalición de intereses comunes a largo plazo que requiere una mejora significativa de la posición de los trabajadores en la toma de decisiones de esas empresas en lugar de que solo cuente el poder de los accionistas.
RECONCILIAR DEMOCRACIA Y COHESIÓN SOCIAL
Buscar la estabilidad económica y la cohesión social supone reconocer que es necesario que estas mismas empresas dispongan de un capital paciente (capital invertido para obtener ganancias no esencialmente financieras o a largo plazo) y concebir en consecuencia las reformas necesarias de la organización bancaria y del poder accionarial tanto a nivel nacional como europeo.
Es necesario que los Estados, particularmente en Europa, vuelvan a encontrar el camino de una cooperación mutuamente ventajosa.
Por último, buscar la estabilidad económica y la cohesión social supone reconocer que es necesario que los Estados, particularmente en Europa, vuelvan a encontrar el camino de una cooperación mutuamente ventajosa. Para lograrlo, es indispensable concebir cláusulas de salvaguardia capaces de dar tiempo a los actores para adaptarse sin coste social a las evoluciones, rechazar toda forma de dumpin fiscal y social y comprometerse con un rumbo que permita mantener y extender geográficamente dispositivos constitutivos de un derecho de sociedades, de un derecho social, de un derecho fiscal y de un derecho medioambiental que respondan a los objetivos de solidaridad y de eficiencia.
Solo una socialdemocracia renovada será capaz de garantizar estas exigencias, de mostrar el camino, lejos de toda demagogia consistente en negar problemas y dificultades, pero lejos también de toda terapia de choque y en ruptura clara con un liberalismo vulgar que ignora las enseñanzas de lo que demasiado rápido viene tildado de caduco. El desafío es reconciliar la democracia con la cohesión social de la que ella es garante en estos tiempos de globalización, gracias a reglamentos comunes, pero también asegurando que los acuerdos mundiales permitan a los Estados-nación cumplir mejor con sus funciones en lugar de debilitarlas.
Traducción de Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
Este artículo fue publicado en francés en Le Monde el 28 de mayo de 2018. Los autores han dado su consentimiento expreso para publicarlo en español en LA MIRADA EUROPEA.
Jean-Luc GAFFARD es economista y director del departamento de investigación sobre innovación y competencia del OFCE (Observatorio Francés de Coyunturas Económicas), el centro de investigación económica de Sciences Po (París), y profesor en la Universidad de Niza Sophia Antipolis, además de miembro senior del Instituto Universitario de Francia. Es decano honorario de la Facultad de Ciencias Económicas y de Gestión de la universidad Louis Pasteur de Estrasburgo y detiene la Orden Nacional del Mérito francesa.
Francesco SARACENO es economista senior en el OFCE y miembro del Consejo Científico de la Escuela de Política Económica Europea de la LUISS de Roma. Cuenta con dos doctorados por las universidades de Columbia en Nueva York y de La Sapienza en Roma. En 2000 se convirtió en miembro del Consejo de Asesores Económicos de la oficina del primer ministro italiano, aunque ha estado de permiso desde 2002 para concentrarse en la investigación y en la docencia. Actualmente es el responsable de la rama económica del máster en asuntos europeos de Sciences Po, donde enseña economía avanzada de la Unión Europea e internacional.