Hoy nos alejamos de la autocomplacencia: Europa está en peligro y el europeísmo barato es contraproducente

Existe un europeísmo benigno y eso es lo que celebramos. Por todo lo vivido juntos estos últimos setenta años y por todo lo que quedaría por vivir en prosperidad compartida si cambiáramos el enfoque antes de que el hundimiento de la Unión fuese irreversible. Lejos de mensajes vacíos, hoy recordamos que Italia, Francia, Alemania y los Países Bajos se acercan al abismo de manera acuciante. Y no siempre por razones erróneas.

Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ

Europa nunca morirá porque no es un lugar sino una idea; una idea poderosa. Yo soy europeísta, pero no creo en el europeísmo ingenuo. Es más, estoy convencido de que ese europeísmo nos hundirá.

Explicaba el filósofo Jürgen Habermas que Europa generaba en nosotros un cierto apego porque era fruto de nuestra adhesión a una serie de valores que creíamos —y creemos— esenciales y por unas instituciones, las europeas, que porque los respetan son justas. Cuando los respetan. Europa, añadía, sería cada uno de nosotros y nuestro afecto no habría de ser sino el orgullo de formar parte de ese proyecto común elegido a pesar de nuestras diferencias que, si bien nos definen, no nos determinan.

Después de años viendo las derivas de las opiniones públicas en toda Europa no es difícil llegar a la conclusión de que el fin de la Unión no es ya inverosímil.

Por eso, cada vez que las instituciones —sobre todo el Consejo, seno del egoísmo nacional y del sálvese quien pueda— se alejan de los valores funcionales, como es el caso ahora o como lo fue en 2008, resurge el desafecto y perdemos todos.

Después de estos años viendo las derivas de las opiniones públicas nacionales en toda Europa he llegado a la conclusión de que el fin de la Unión ya no es inverosímil. No de Europa, porque somos más los que creemos en la idea de la Europa unida que los que no, pero sí del euro y, con él, de la Unión. Pero incluso si la Unión Europea se derrumbase, la idea de Europa no moriría.

Yo soy europeo pero no por haber nacido geográficamente en Europa —pues de hecho, para ser justos, nací en África—, sino porque ser europeo significa abrirse a otras culturas, enriquecerse con múltiples identidades que nos cambian, apreciar y promover activamente la diversidad —cultural, lingüística, ideológica, étnica, sexual, etc.—, acoger al prójimo, creer que no hay límites si uno se esfuerza, trabajar para que los sueños se hagan realidad y amar, amar con locura, y no odiar. Nunca. 

Europa necesita urgentemente altas dosis de sentido común y de generosidad.

Por eso precisamente me duele cuando algunos países europeos se sumen en el autoritarismo y nadie hace nada para frenarlo; cuando el euro empobrece a una parte de la población porque la incompleta unión monetaria está mal hecha y todas las propuestas de reforma son desatendidas; cuando las reglas fiscales se usan como un dogma para dañar servicios esenciales como la sanidad pública o la educación gratuita que garantiza la igualdad de oportunidades, en lugar de usarlas para reforzar nuestras economías; cuando se proponen préstamos para pagar las deudas, creando más deuda, en lugar de echar mano de la imaginación (y de los manuales de economía de primero de carrera, que proponen muchas soluciones alternativas); cuando se considera aceptable que la promesa fundacional de avanzar siempre hacia una mayor convergencia económica se frene o incluso se invierta, con consecuencias trágicas para la población; o cuando las reglas del libre mercado y de libre competencia refuerzan al fuerte y no protegen al débil.

Yo soy europeísta porque defiendo la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero creo que Europa necesita urgentemente altas dosis de sentido común y de generosidad. De ello, me temo, dependen nuestro futuro y bienestar. Conjuguemos el pesimismo de la razón con el optimismo de la voluntad: ojalá lo logremos.