Esta Europa, sí. El último Consejo Europeo ha sido histórico. Las medidas adoptadas, que dan vida a una incipiente unión fiscal de facto, hermana gemela de la unión monetaria introducida en Maastricht, nos permiten afirmar (con alegría) que hemos cambiado de paradigma. Por primera vez desde la crisis constitucional del 2005, las conquistas históricas podrían erigir una nueva Europa, pero para lograrlo conviene que no nos engañemos en exceso.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
Nada será igual. En unos pocos meses se ha fraguado un cambio estructural en el relato europeo mayoritario de tal calibre que, si se gestiona con inteligencia, podría permitir avanzar en muchos de los flancos que los economistas y los reformistas apuntaban desde hace años: presupuesto federal, seguro por desempleo europeo, fondo de estabilización europeo, política fiscal coordinada pero liberada, fin de la competencia fiscal, etc. Muchos buscábamos la oportunidad para ponernos a trabajar en esta dirección… y el momento ha llegado.
Con todo, no conviene olvidar lo evidente: más allá de lo que nos pretendan vender (con razón) las épicas políticas, este acuerdo no es tanto el fruto de un europeísmo sobrevenido como el resultado de la suma de intereses nacionales. Ahora bien, por suerte, y al contrario de lo que nos han intentado asegurar Mark Rutte y otros cortoplacistas, estos intereses son cada vez más convergentes. Es ahí donde reside el éxito de los argumentos de los que buscan sumar y construir.
POR QUÉ HA SIDO POSIBLE
La voluntad de construir juntos y el sentimiento de pertenencia a un proyecto más grande es algo real que se extiende de forma sincera entre cada vez más ciudadanos europeos de distinto signo político y de distintas nacionalidades, especialmente en Alemania y España. Sin embargo, el acuerdo histórico del último Consejo Europeo responde ante todo a un hecho y solo uno: no solo los países del sur sino también los países dependientes de las exportaciones, especialmente Alemania, lo necesitaban para no precipitar.
En unos pocos meses se ha fraguado un cambio estructural en el relato europeo mayoritario de tal calibre que, si se gestiona con inteligencia, podría permitir avanzar en muchos flancos.
Angela Merkel hoy es elogiada como una gran europeísta, pero no siempre ha sido así. Parece honesto reconocer que la estrategia de la canciller alemana desde su llegada al poder en 2005 y especialmente desde la crisis financiera de 2008 siempre fue la de hacer lo mínimo necesario para lograr que la eurozona funcionara para Alemania, y punto.
Por resumir, y lejos del mito liberal de los deberes hechos cuando el socialista Gerhard Schröder en los años previos a la crisis financiera decidió ahogar la demanda interna precarizando a los trabajadores para reducir los costes y aumentar la productividad de la economía, lo cierto es que Alemania siempre ha estado en el lugar adecuado en el momento correcto.
Durante la primera década del siglo XXI el país, exportador, se vio favorecido por el crecimiento de los mercados emergentes; por la ampliación europea hacia el Este, que le permitió producir bienes intermedios a bajo coste; por la reconversión de la Alemania del Este gracias a las subvenciones europeas; y por su peculiar cadena productiva. Alemania, de hecho, fue el país al que la apreciación del euro propulsó de manera más notable: sin efectos en los productos alemanes de alta gama, que no sufrían el impacto de las fluctuaciones, el país pudo importar productos primarios del Este a precio reducido. Asimismo, tras haber devaluado su demanda interna, Alemania pudo vender los excesos de oferta de sus empresas a consumidores y gobiernos de la periferia.

Desde 2008 en adelante, Alemania se convirtió en el refugio seguro de los inversores internacionales. Tanto fue así que los bonos alemanes llegaron a tener tasas de interés negativas, es decir, los ahorradores estaban dispuestos a pagar al gobierno alemán con tal de prestarle el dinero y ponerlo a buen recaudo. Entre 2010 y 2015, Alemania obtuvo cerca de 100.000 millones de euros en intereses, una cantidad superior a lo que el país tuvo que desembolsar para salvar a Grecia.
Por eso, cuando se afirmaba que Alemania en realidad llegó a beneficiarse de la crisis no era falso, y los intereses del sur y del norte claramente divergían, en medio del corsé del euro y del dogma neoliberal.
Eran años dorados: mientras la periferia europea se hundía, Alemania vendía su producción a países no europeos y crecía. El libre mercado y el fin de los aranceles internacionales eran su mayor baza. Mientras tanto, la periferia europea, golpeada por la crisis, se veía obligada a llevar a cabo políticas procíclicas perjudiciales debido a unas reglas, las presupuestarias europeas, que Angela Merkel se tomó la molestia de reforzar en 2010 y 2011 cuando menos se necesitaba y que condenó a una generación entera a la precariedad y la emigración.
Con la pandemia, de pronto, confluyeron dos aspectos que permitieron el cambio de paradigma en Alemania.
Pero todo eso cambió en marzo de 2020, para el bien de todos. Nadie como Alemania se había resfriado cuando la elección de Donald Trump en Estados Unidos y su America first deterioró las relaciones comerciales internacionales. Tanto fue el descalabro para Alemania que Jean-Claude Juncker tuvo que interceder en Washington en nombre de la Unión Europea —es decir, de Alemania— para que Trump no pusiera aranceles a los vehículos y otros productos alemanes. Pero en el clima de guerra comercial entre Estados Unidos y China y de inestabilidad internacional con el Brexit y otros mercados emergentes como Brasil en crisis, Alemania se dio cuenta de lo que todos sabíamos: que su destino estaba irremediablemente ligado al del resto de países de la Unión. Una Unión abatida por años de austeridad que tanto habían reducido la capacidad de la demanda del sur de Europa.
Con la pandemia, de pronto, confluyeron dos aspectos que permitieron el cambio de paradigma en Alemania. Por una parte, Merkel entendió que el mercado común, la joya de la corona y eterna garantía de la promesa europea de prosperidad, estaba en peligro. Por otro, la opinión pública alemana consideró que esta era una crisis sanitaria, distinta de la anterior, y que los países más afectados no tenían la culpa de su desgracia. Esto cambió el relato, en gran parte también gracias a la estrategia comunicativa de los gobiernos de Portugal, España e Italia, que desde el principio insistieron en las diferencias entre esta y la anterior crisis para romper con las perniciosas retóricas pasadas. António Costa, Pedro Sánchez y Giuseppe Conte y todos sus equipos tuvieron éxito y contaron con el apoyo de Emmanuel Macron, que vio en esta crisis la oportunidad para aplicar los cambios que llevaba años reclamando. Al cambio de paradigma se sumó el presidente alemán Frank-Walter Steinmeier, que en un discurso televisado de gran impacto político y mediático, insistió en que Alemania tenía el deber moral de salvar Europa. Tras el discurso de Steinmeier, Angela Merkel no podía echarse atrás. Y con la voluntad de Merkel y de Macron, la maquinaria europea se puso en funcionamiento.

El coronavirus había entrado por Italia, pero Italia era una bomba: país fundador, tercera economía de la zona euro, con una deuda enorme a pesar de años de superávit presupuestario (por culpa de la falta de crecimiento) y un terreno muy proclive a las tesis euroescépticas. Dejar caer a Italia suponía dejar caer a Europa. Giuseppe Conte clarificó desde el primer momento que no iba a aceptar un rescate a la griega. Así comenzó un debate nacional en ocasiones llevado al ridículo en las televisiones italianas sobre las ventajas y desventajas de solicitar el MEDE, el fondo de rescate europeo, que nadie quería tocar no solo por el estigma que suponía sino porque conllevaba aceptar una condicionalidad extrema ordoliberal que habría condenado al país a décadas de recesión. España, a su vez, apoyó desde el principio a Italia, asumiendo un papel constructivo, con un relato político favorable al sur que no dejaba en mal lugar al norte, un relato transversal de vocación europeísta, muy ingenioso y benigno.
El relato proeuropeo ha calado entre los alemanes y gracias a ello hemos entrado en un nuevo paradigma, en el que ya no se habla de países pecadores sino del esfuerzo común para salir reforzados como hermanos.
Y así comenzó a vislumbrarse la llegada de la Presidencia de Alemania en el Consejo de la Unión Europea en julio, un mandato simbólico pero muy influyente en el plano informal que Alemania tenía la intención de hacer valer. Con el apoyo político a todo tren, y para hacer frente a las resistencias de los países cortoplacistas (antiguos aliados de Merkel en los bloqueos de la anterior crisis) y de las resistencias todavía existentes en Alemania para mutualizar las deudas surgidas del parón de la actividad económica por la pandemia, el gobierno español, que entendió rápido que debía ser creativo, presentó un documento que sirvió de base de acuerdo para la posterior propuesta franco-alemana que se vendió a bombo y platillo como un compromiso histórico. Dicha propuesta franco-alemana serviría luego de base a su vez a la propuesta de la Comisión para el fondo de recuperación que más tarde debatiría el Consejo Europeo y que hoy es una realidad, a falta de la aprobación de los veintisiete parlamentos nacionales y del Parlamento Europeo.
A QUIÉN BENEFICIA
A todos. El acuerdo aprobado por el Consejo Europeo el pasado martes beneficia a todos los países europeos sin excepción, a pesar del espectáculo más teatral que real de algunos dirigentes cortoplacistas que bien merecerían un artículo aparte, porque ni ellos se creían lo que decían.
De forma directa, se verán beneficiados los países del sur de Europa, que son los que más dinero percibirán. Las cantidades varían y, si se utilizan bien, deberían permitirles no solo recuperarse del golpe asestado por la pandemia, sino sobre todo impulsar y renovar sus economías invirtiendo en sectores de futuro.

De forma indirecta, el acuerdo favorece a todos los países de la Unión, especialmente a los países más inclinados a la exportación entre los que figuran, por orden, Alemania, Países Bajos, Francia y Bélgica, cuyas economías dependen de su comercio con el resto de países de la UE. Del mismo modo, no conviene olvidar que Países Bajos y otros países que bloquearon lograron una serie de compensaciones para dejar de frenar el acuerdo, de tal modo que, además de no contribuir a salvar el mercado común del que tanto dependen, se verán recompensados por su actitud irresponsable. Gajes de la unanimidad.
«La solidaridad europea no es un gesto humanitario, es una inversión a largo plazo»
Angela Merkel
Por otra parte, sale reforzada la imagen de Alemania como líder de Europa. No gracias al europeísmo sobrevenido de Merkel, poco creíble incluso para los que confían en su buena voluntad, sino sobre todo gracias al compromiso real y sincero de la población alemana. El relato proeuropeo ha calado entre los alemanes y es gracias a ello gracias a lo cual hemos entrado en un nuevo paradigma, en el que ya no se habla de países pecadores sino del esfuerzo común para salir reforzados como hermanos. Esta posición le será muy provechosa a Alemania en el futuro, porque ha ganado puntos con el resto de europeos, especialmente con los del sur —como decía Merkel antes del Consejo Europeo, «la solidaridad europea no es un gesto humanitario, es una inversión a largo plazo»—, pero también le vendrá bien al resto de países, porque cuando gana el mercado común ganamos todos.
A QUIÉN PERJUDICA
El fondo de recuperación no perjudica a nadie. Ahora bien, el espectáculo cortoplacista y ciego de los mal llamados países «frugales» (Países Bajos, Austria, Dinamarca, Suecia y de facto Finlandia), abandonados en esta ocasión a su suerte por Alemania, ha dañado de tal manera su imagen que probablemente tendrá efectos colaterales en sus balances presupuestarios futuros. Esto es especialmente cierto para los Países Bajos.
Por supuesto, no todos los neerlandeses son Rutte, faltaría más. Ni siquiera Rutte es tan euroescéptico como nos quiere hacer creer, pero el daño está hecho. Lo más torpe de su estrategia europea ha sido poner el foco en su país, convertido en ejemplo de paraíso fiscal y de cinismo, que ahora probablemente deberá acometer reformas junto con el resto de paraísos fiscales intraeuropeos (Irlanda, Luxemburgo, Bélgica, Chipre y Malta) para acabar con la competencia desleal que solo beneficia a ellos y a las multinacionales y que tanto daño hace a los países fiscalmente leales como Alemania, Francia, Italia y España. Esto es lo que en términos coloquiales se conoce como que te salga el tiro por la culata.
EN QUÉ CONSISTE ESTE ACUERDO
El fondo de recuperación, llamado Next Generation EU, se compone de 750.000 millones de euros financiados con deuda común. Se trata de una emisión de deuda conjunta europea que realiza en los mercados financieros la Comisión. La razón por la que conviene es porque la deuda es contraída, por primera vez en la historia de la UE, por la Comisión y no por los Estados miembros, es decir, que ni un solo euro sale de la hucha de ningún país específico. O repetido de otro modo para que quede claro: ningún país tiene que aportar nada.
El sur no puede fallar a la cita. Se le ha brindado la ocasión de ofrecer una imagen de solvencia y seriedad, alejada de las portadas de corrupción de los últimos años.
De esos 750.000 millones, 390.000 millones se facilitarán en ayudas directas y 360.000, en préstamos. Los primeros 390.000 millones serán devueltos por la Comisión Europea a través del presupuesto de la UE. Además, se lograrán nuevos ingresos a través de los inéditos «recursos propios», como serán el impuesto al carbono, la tasa digital, impuestos al plástico de único uso y el impuesto a las transacciones financieras. Los préstamos, en cambio, serán devueltos por los países que los reciban a partir de 2027 en un plazo máximo de treinta años, siempre en condiciones muy favorables y una vez que se alcance la recuperación económica.

De ese total, para que nos hagamos a la idea, España se llevará unos 140.000 millones, de los cuales 72.700 serán en ayudas directas.
Si contamos con que este fondo de recuperación se suma al presupuesto de la UE para 2021-2017 de 1,074 billones de euros, llegamos a un monto total de 1,82 billones de euros, una verdadera bomba presupuestaria, inédita para la UE.
Para más información sobre la composición del fondo, lea aquí.
EL SUR ANTE SU PROPIA RESPONSABILIDAD
El sur no puede fallar a la cita. Tras haber demostrado una hábil estrategia negociadora y diplomática, ahora deberá enseñarle al norte que es capaz de aprovechar esta oportunidad para reforzar sus economías, impulsando los sectores clave y actualizando su modelo productivo, creando riqueza y futuro para su población. Se le ha brindado la ocasión de ofrecer una imagen de solvencia y seriedad, alejada de las portadas de corrupción de los últimos años. Es el momento de demostrar que teníamos razón al cambiar el paradigma en Europa porque somos de fiar.
Este acuerdo cambia el paradigma del debate europeo porque muchas ideas que parecían impensables hace apenas seis meses son ahora una realidad política.
Si el sur actúa bien, la tan ansiada confianza se instalará y el nuevo clima de colaboración entre el norte y el sur cimentará las bases para que Europa siga avanzando. Si lo hace mal, el norte tendrá, esta vez sí, razones para pensar en sí mismo sin el sur y la Europa fiscal y política podría estar sentenciada durante al menos una generación. Nos toca dar la talla. Por amor propio y por inteligencia política, pues a largo plazo ganamos todos si lo hacemos bien.
POR QUÉ HEMOS CAMBIADO EL PARADIGMA
Dijimos al principio que este acuerdo cambia el paradigma del debate europeo, modifica los esquemas de conversación y los planteamientos mentales. Esto es así porque muchas ideas que parecían impensables hace apenas seis meses son ahora una realidad política. Por ejemplo, es la primera vez que los gobiernos aceptan que la Unión pueda actuar como un Estado, endeudándose en los mercados internacionales para atender los intereses generales de los europeos. Los países han consentido así que se constituyese una especie de unión fiscal supranacional, como pedía el sur, sin tocar las deudas nacionales, como pedía el norte; un compromiso histórico por dos razones: porque rompe con la idea de que la Unión no debe contar con una capacidad fiscal común, algo esencial si se desea seriamente que el euro sobreviva; y porque rompe con el dogma de la austeridad neoliberal, según el cual bastaba con mantener las cuentas a raya para recuperar la confianza de los inversores y crecer, algo que se ha demostrado falso durante los últimos diez años. Ahora se acepta que se ha de invertir, incluso endeudándose (con atención, claro) para recuperar la confianza de todos los agentes económicos y fomentar el crecimiento económico. Un crecimiento económico inclusivo.
Este cambio de paradigma llega en un momento aun más propicio si cabe con la Conferencia sobre el Futuro de Europa.
Asimismo, este fondo representa el 4,6% del PIB europeo, mucho más del exiguo 1% del presupuesto actual, que era insuficiente, por no decir irrisorio, para las ambiciones verdes, inclusivas y de transformación digital de la actual Comisión geopolítica. En este sentido, como decíamos, se ha aceptado que la Comisión se financie con nuevos recursos propios, como el impuesto al carbono, la tasa digital, los impuestos al plástico de un solo uso y a las transacciones financieras. Esto también es histórico y supone el primer paso para un debate sobre una mayor integración fiscal.
LA EUROPA DEL FUTURO
Este cambio de paradigma, además, llega en un momento aun más propicio si cabe con la Conferencia sobre el Futuro de Europa prevista para este año pero pospuesta a 2021 por la pandemia. Esta iniciativa de la Comisión consistirá en una serie de debates públicos en todos los Estados miembros para conocer la opinión de los ciudadanos sobre Europa. Las ideas recogidas culminarán en la modificación de los tratados actuales y por ello precisamente brindan una oportunidad de oro para fijar negro sobre blanco este nuevo paradigma.

Sin embargo, a pesar de todas las dificultades que surgirán por el camino, parece que podemos ser optimistas. Este acuerdo abre melones que requerirán un mayor desarrollo. Por ejemplo, se ha insistido mucho en que este fondo es algo puntual, temporal y extraordinario, pero si todo sale bien, si la confianza se solidifica y el sur logra una buena estrategia de comunicación, ¿por qué no convertir en permanente esta capacidad fiscal de la Comisión? Además, aunque este presupuesto aumenta del 1% al 4,6% del PIB europeo, los economistas siguen recomendando que para que la unión monetaria funcione correctamente y sea ventajosa para todos los miembros de la eurozona (y no solo para unos pocos) es necesario un presupuesto de al menos el 7% del PIB europeo. ¿Por qué no abordarlo?
Además, se impondrá el principio del No taxation without representation, es decir, si la Comisión Europea podrá cobrar impuestos y continuará revisando y coordinando, ahora más de cerca si cabe, los planes económicos de cada país, lo debería hacer sobre la base de una legitimidad democrática, sobre la base de prioridades democráticas elegidas en las urnas. Por eso, habrá quien aduzca que convendría que la Comisión, el gobierno de todos, sea elegida por sufragio directo de los ciudadanos y no indirectamente por nuestros líderes nacionales, saltándose el principio del Spitzenkandidaten que las familias políticas europeas se habían comprometido a respetar.
Ahora que se han suspendido las reglas presupuestarias del 3% de déficit y de 60% de deuda dado que se han demostrado ineficaces para esta nueva crisis, y que se han permitido las ayudas estatales a las empresas, se podría buscar una forma de repensar estas reglas de control común para que no aboquen a cementerios económicos y, sobre todo, para que permitan una política industrial europea coordinada y próspera.
Por último, y como comodín del público, dada la notoriedad que ha tenido a bien adquirir Países Bajos, quizá la Conferencia sobre el Futuro de Europa sea el momento propicio para formular un impuesto común de sociedades al 25% en pago único para acabar con la competencia desleal de algunos países que roban recursos públicos a sus vecinos en una carrera a la baja que perjudica al conjunto de la ciudadanía europea. Estas prácticas, de hecho, tienden a favorecer a los países pequeños (al Estado, no a sus ciudadanos) y a perjudicar a los países importadores. Asimismo, dan una ventaja competitiva a las multinacionales frente a las empresas locales, que no cuentan con la maquinaria necesaria para moverse por Europa en busca de tipos impositivos más bajos.
Por todo ello, este es un acuerdo histórico, un acuerdo que lo cambia todo, un acuerdo para la esperanza, para construir una Europa de todos, sin vencedores ni vencidos, una Europa europea. Esperemos que nuestros líderes estén a la altura. Parece que, salvo algunas ruidosas excepciones, lo están. Ahora es el momento de construir un futuro del que estar orgullosos y en el que confiar, para derrotar de una vez por todas a las fuerzas del odio que siguen llamando a las puertas de los electores. ¿Nos pondremos a remar todos en la misma dirección?