Liberalismo frente a libertad: la desigualdad como antimodelo

Zygmunt Bauman (1925-2017), filósofo y pensador polaco.

Los defensores del liberalismo económico se autoproclaman líderes de la libertad frente a los fascismos y a los socialismos totalitarios. La realidad es más compleja. Actualmente las políticas liberales, lejos de lograr sus supuestos objetivos, están acabando con las opciones reales de una mayoría social. La igualdad de oportunidades, base del contrato social de nuestras democracias, es ya en parte un espejismo que solo existe en los discursos políticos vacíos. Falta pasar al acto, poner en marcha medidas que premien el esfuerzo, volver al sueño americano en Europa, pero nada se hace. Mientras tanto, la desigualdad mundial llega a límites ingestionables para cualquier democracia.

Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ

Es ya evidente: todo apunta a un aumento histórico de los niveles de  desigualdad de la riqueza mundial. En China, Estados Unidos y Europa, el 1% más rico ha incrementado su riqueza de un 28% en 1980 a un 33% en la actualidad, mientras que el 75% de la población solo dispone de en torno al 10% de la riqueza. En estas regiones, el 10% más rico acumula más del 70% de la riqueza, mientras que el 50% más pobre solo tiene acceso a menos del 2%. A su vez, el 40% de en medio, aquellos que constituyen la «clase media» de la riqueza mundial, posee menos del 30%. Si estas tendencias se confirman, la desigualdad mundial aumentará de tal manera en 2050 que el 0,1% más rico poseerá más riqueza que toda la clase media mundial.

Estos son los últimos datos del informe sobre la desigualdad mundial en 2018 del Observador Mundial de la Desigualdad (World Ineguality Lab), una iniciativa de muchos economistas de reconocida fama mundial como Thomas Piketty. El aviso es constante y viene de muchas fuentes: junto con el cambio climático, la desigualdad es hoy el principal desafío del siglo XXI.

¿UNA POBLACIÓN SIN TINO?

Hoy los ciudadanos disponen de más información que en cualquier momento del pasado. En Europa, la mayoría de los jóvenes, además, son la generación mejor formada de la historia: son políglotas, tienen estudios superiores, han vivido la suerte de haber nacido en democracia y están listos para enfrentarse al mundo. También los más ancianos son personas despiertas. Recuerdan estos aún las dictaduras y las guerras del pasado; y quienes no las vivieron, es decir, los jóvenes, reciben clases de historia de sus abuelos. No obstante, a pesar de todos los avances de las últimas décadas, los ciudadanos europeos y estadounidenses, por nombrarlos solo a ellos, parecen obstinados en poner bajo las cuerdas a los partidos políticos y a los regímenes de libertades que permitieron ese progreso virtuoso. Por todas partes, los medios de comunicación nos alertan de que las masas han perdido el juicio, pero ¿es realmente así?

Las élites parecen culpar a los pobres ciudadanos de haberse vuelto locos, de ser unos incultos prestos a escuchar los cantos de sirena de partidos populistas.

País tras país, los procesos referendarios y electorales parecen dar la razón a los opinadores de las televisiones: en Hungría y en Polonia los partidos xenófobos han logrado llegar al poder; en Estados Unidos ha ganado el extravagante y multimillonario Donald Trump frente a una mujer del todo competente como Hillary Clinton; en el Reino Unido, un país cuyo bienestar se basa en la apertura comercial, los ciudadanos han elegido el cierre de las fronteras ante sus amigos europeos; en Francia el Frente Nacional ha obtenido un horripilante 40% del voto en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales; en Alemania una Merkel debilitada ha observado con preocupación el crecimiento de la extrema derecha xenófoba y liberticida; e incluso en Italia partidos abiertamente racistas han conseguido unos resultados históricos en las últimas elecciones parlamentarias.

En Davos, durante la celebración del último Foro Económico Mundial, sin embargo, los más ricos y poderosos del sistema económico mundial parecían optimistas. Se reunieron para decir a los ciudadanos lo bien que progresan las reformas que están acabando con sus servicios públicos, para decirles cuánto crece la economía mundial sin que les toque un euro y lo bien que va el empleo, aunque ellos no lleguen a fin de mes. Nadie nombró el aumento de la precaridad de los salarios, ni los niveles de desempleo altísimos, ni la asfixia presupuestaria a ciertos países sin políticas de oxígeno, ni por supuesto hubo una sola mención a la creciente desigualdad mundial. Solo el presidente francés Emmanuel Macron advirtió, defendiendo la globalización, de que él era incapaz de explicar a los ciudadanos «cómo es posible que las multinacionales», que obtienen beneficios astronómicos cada año, «destruyan empleos y que, a la vez, no paguen impuestos ni financien el apoyo del Estado a los despedidos».

Ningún sistema político democrático ni ningún sistema económico de corte social puede subsistir con políticas que condenen a una mayoría de la población a vivir sin poder adquisitivo, sin los sueños de una vida digna y normal.

En efecto, parece que hay algo que no cuadra y, con todo, las élites parecen culpar a los pobres ciudadanos de haberse vuelto locos, de ser unos incultos prestos a escuchar los cantos de sirena de partidos populistas. Mientras las élites reflexionan, no obstante, en enero de un plumazo los ministros de Finanza de la Unión Europea decidieron eliminar a ocho países de la lista negra de paraísos fiscales que la Unión había logrado confeccionar con tanta dificultad. Ni Panamá, ni Barbados, ni Granada, ni las Macao forman ya parte de ella gracias al «compromiso demostrado al más alto nivel político para poner fin a las preocupaciones de la UE». No parece la mejor manera de convencernos de que el sistema trabaja para las mayorías.

DIÁLOGO DE SORDOS

Aducía en su libro Vida líquida el filósofo polaco Zygmunt Bauman, una de las mentes más preclaras de nuestra historia reciente, que «las invocaciones de una mayor libertad y la presentación de esa libertad como remedio universal para todos los males presentes y futuros» caen en saco roto porque «adoptan cada vez más la forma de una ideología de la élite global emergente». Esas invocaciones de libertad, explicaba, adquieren la forma de «peticiones de desmantelamiento y retirada de toda constricción residual», esto es, de reglas de juego que protejan al más débil y de políticas de redistribución y solidarias, «que puedan entorpecer los desplazamientos de aquellos que esperan hacer buen uso de su movilidad».

El problema de fondo, pues, es que las élites están desconectadas de la vida real de la mayor parte de la población mundial. Las élites, adueñándose cada vez más de los recursos del planeta, imponiendo o tratando de imponer sus políticas, están diseñando una economía que no solo es cada vez más desigual y egoísta, sino sobre todo más ineficaz y contaminante. Ningún sistema político democrático ni ningún sistema económico de corte social puede subsistir con políticas que condenen a una mayoría de la población a vivir sin poder adquisitivo, sin los sueños de una vida digna y normal, esclavizada a la subsistencia como en China. Ello engendra rabia y ningún sistema sobrevive, se sabe, a la rabia de su mayoría social.

Nuestras sociedades, afirmaba Bruno Palier, experto en política social en el Instituto de Ciencias Políticas de París, están sufriendo una fractura cada vez mayor entre una minoría, en la cima, de personas a quienes el estado actual del sistema les favorece y complace y, por otro lado, una mayoría social que ve cómo sus posibilidades desaparecen por culpa del rumbo que actualmente ha tomado la globalización. En medio, una pequeña clase media intelectual de jóvenes ultraformados, minoritarios en realidad, defiende el sistema de libertades geográficas que supone la globalización porque le enriquece culturalmente, pero ni ellos llegan a disfrutar de los supuestos beneficios económicos que publicita a diestro y siniestro la élite económica situada en los centros de poder.

Los ciudadanos quieren políticas solidarias, inclusivas, justas y respetuosas con las mayorías. No es pedir mucho, de hecho es la base de la democracia.

Zygmunt Bauman explicaba que, simplificando en exceso, «pero solo un poco», «mientras los beneficiarios de nuestra peligrosamente desequilibrada, inestable y poco equitativa globalización consideran su libertad sin freno el mejor medio para alcanzar su propia seguridad, sus víctimas directas o colaterales sospechan que su mayor obstáculo para ser libres (y para hacer uso de cualquier libertad que se les pudiera conceder) radica en la inseguridad, que viven como algo horrible y lamentable». «Los dos bandos hablan sin tenerse en cuenta el uno al otro», concluía. En efecto, parece que las élites no comprenden que esas políticas que ellos apoyan y que tanto defienden en sus medios de comunicación no solo no permiten que las mayorías prosperen sino que frenan el bienestar de una masa cada vez más crítica.

LA GLOBALIZACIÓN HA DE SER INCLUSIVA O NO SER

El aumento de los partidos mal llamados antisistema no son la causa de los males de nuestras democracias, sino el síntoma de que el sistema se ha corrompido o, mejor dicho, que no respeta (en la forma sí, pero en el fondo no) los contratos sociales y las promesas que dieron lugar a su nacimiento y a su desarrollo en la segunda parte del siglo XX.

Es posible que una parte de los ciudadanos, en su desesperación por un trabajo digno y una vida mejor, sí haya sucumbido a los chivos expiatorios y a los discursos extremos, fascistas y xenófobos, pero la mayoría de ellos no son en nuestra opinión intolerantes; más bien reclaman un cambio de políticas económicas. La mayoría, creemos ver, solo está pidiendo a gritos que los partidos tradicionales, que parecen aplicar las mismas recetas a izquierda y derecha, presenten alternativas económicas reales y que las pongan en marcha cuando toman las riendas del gobierno. Los ciudadanos quieren políticas solidarias, inclusivas, justas y respetuosas con las mayorías. No es pedir mucho, de hecho es la base de la democracia, pero como no tienen más altavoz para expresarse que el voto y el sistema no les ofrece ninguna alternativa, cada vez son más los que dirigen su papeleta a partidos nuevos. Es pura lógica social: todos sabemos que si un sistema político no permite la alternativa dentro del propio sistema, como ocurre en la Europa actual, la alternativa surge desde fuera. Esto suele tener consecuencias nefastas, pero es inevitable que se produzca.

En este sentido, la Unión Europea, por ser un proceso de globalización continental mal timoneado en beneficio de unos pocos, también está tendiendo a convertirse en el proyecto de una élite desconectada, en perjuicio de una mayoría de ciudadanos que no ve en la desregulación ni en la austeridad ningún tipo de inspiración ni de proyecto. En esa línea política no hay progreso. Eso se percibe. Se percibe con razón. Nacionalismos regionales, xenofobia y racismo, fundamentalismos religiosos, aumento de actos terroristas y elección de líderes que, aunque aparentemente sean alternativas, resultan contraproducentes para las grandes mayorías son algunos de los riesgos que corremos si los políticos no escuchan a las mayorías democráticas, si no comienzan a aplicar políticas económicas de crecimiento inclusivo, redistributivas y de servicio público, si no comienzan a hablar de solidaridad y de justicia social. Es ahora o nunca, el reloj juega en nuestra contra. A ver si esta vez, para cambiar, los políticos están a la altura cuando más se les necesita.

Sigue leyendo:

De cómo el 3% del crecimiento deviene en más pobreza y desigualdad (marzo de 2018), eldiario.es, por Rodolfo RIEZNIK (en español).