El Partido Popular Europeo (PPE) ha sido, es y será un partido clave en la construcción europea. Sin embargo, su estrategia política de los últimos años, caracterizada por una parálisis tranquila cuando no por una apuesta firme por la supremacía de los Estados-nación, está llevando al partido a una lenta agonía electoral.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
Los populares han mostrado siempre su innegable compromiso con el proceso de integración europea, unas veces desde una perspectiva más conservadora, defendiendo los Estados de bienestar nacionales; y otras desde un punto de vista más liberal, favoreciendo la interdependencia de los mercados europeos. Europa no se entendería sin ellos ni sin el Partido Socialista, ambos pilares necesarios para llevar a buen puerto ese ideal de una Unión «siempre más estrecha», tal y como reza el Tratado de Maastricht (1992).
Actualmente, sin embargo, acosado en el centro por el partido liberal, alérgico a las políticas estatales y a los nacionalismos, y en la derecha por los partidos extremos, adversarios de todo aquello que no sea nacional, la formación popular ha tenido que repensar su posicionamiento político girando a la derecha. La estrategia es clara: desean frenar a los eurófobos con una mayor dosis de nacionalismo. El problema es que esto implica detener cualquier tipo de reforma que implique una mayor integración, un suicidio a medio plazo.
Aunque los últimos pronósticos electorales parecen darles la victoria, el primer puesto no significa mucho porque en realidad el partido se deja 42 escaños por el camino.
La intención es legítima, buscan atajar la sangría de votos a la extrema derecha, que suma muchos escaños, pero parten de una premisa equivocada: piensan que la extrema derecha surge del deseo de los pueblos de mantener su identidad nacional, amenazada por los flujos migratorios y por la propia UE, cuando en realidad es al revés. El sentimiento de la identidad nacional que da pábulo a la extrema derecha surge de la falta de oportunidades y de la pobreza que ha supuesto un sistema europeo que, precisamente porque está a medias, se ha vuelto incapaz de garantizar un crecimiento económico potente e inclusivo que legitime la europeización.
ANTE EL RETO DE LAS EUROPEAS
En la actual configuración del Parlamento Europeo los populares son el primer partido en escaños, no así en votos (las elecciones europeas de 2014 las ganó el Partido Socialista Europeo). Aunque los últimos pronósticos electorales del Parlamento Europeo parecen volver a darles la victoria con 180 escaños, el primer puesto no es sino un espejismo, pues en realidad, si se compara con los 222 escaños obtenidos en 2014, el partido se dejará 42 escaños por el camino.
Peor aún supone el hecho de que esta victoria podría ser estéril. Si las intenciones se confirman, se rompería el tradicional consenso europeo que lleva a conformar una gran coalición entre populares, socialistas y liberales, para pasar así a una mayoría bien de derechas, con el Partido Popular Europeo y las derechas nacionalistas y extremas, o bien una mayoría progresista con los socialistas, los verdes, los izquierdistas y algunos liberales poco afines a los postulados de la extrema derecha.
Si se confirmase la mayoría progresista, estaríamos ante un hecho insólito: el PPE pasaría a la oposición por primera vez en la historia de la UE. No obstante, esta es la opción menos mala vistas las compañías del PPE. Quizá perder la Comisión le diese al partido la oportunidad de ganar oxígeno y de repensar su estrategia de futuro, pues Europa lo necesita moderado.
Por el contrario, si el PPE lograra gobernar con la extrema derecha —y dudamos que fuese un plato de buen gusto ni siquiera para la formación azul—, sellaría su propia ruina, ya que daría alas a los extremos y terminaría por desintegrarse por sus propias contradicciones. Ya se sabe que los ciudadanos siempre prefieren el original a la copia.
Es posible que haya muchas razones que explican por qué el PPE pierde adeptos, pero una es evidente: hoy el discurso de los populares no convence porque intentan vender la idea de que los europeos ya hemos salido de la crisis, cuando todos sabemos que estamos inmersos en ella desde hace once años. Su indiferencia a otros retos, como el aumento de la desigualdad, el apremiante cambio climático y el posicionamiento de Europa frente a China y a las multinacionales, también está contribuyendo.
UN MAL CANDIDATO
Lo tuvieron delante, se llamaba Alex Stubb, era un comunicador sin igual, y no lo quisieron. En su lugar, en el congreso popular de noviembre de 2018 en Helsinki, los populares eligieron a Manfred Weber, hoy candidato perdedor a presidir la Comisión Europea. Perdedor porque ni siquiera cuenta con el apoyo de sus propias filas. Merkel le dijo que, sin oponerse, tampoco apoyaría su candidatura, y ya se rumorea que, de no ganar los socialistas y, con ellos, su candidato Frans Timmermans, los populares intentarían forzar en el Consejo Europeo la candidatura de Michel Barnier, otro peso pesado del Partido Popular Europeo, más centrista, francés y elogiado por su papel en las negociaciones sobre el Brexit.
La conclusión es game over. Y ya lo advertimos, si no lo conocen no se culpen: Weber lleva cinco años siendo el presidente del grupo popular en el Parlamento Europeo sin hacerse notar. Aún con todo, no se rinde. Sin carisma pero con trato afable en las distancias cortas, Weber está realizando una campaña muy suya, muy de perfil bajo. Desde noviembre, de hecho, su presencia en los medios ha sido mínima. Es evidente que su intención es salvar las formas y no entrar en contenidos para conservar el electorado que ya tiene, sin conquistar nuevos corazones.
Merkel dijo a Manfred Weber que, sin oponerse, tampoco apoyaría su candidatura y ya se rumorean otros nombres dentro del partido para el cargo de presidente de la Comisión.
Así, el candidato popular se negó recientemente, por ejemplo, a participar en el Debate de Maastricht, organizado por el periódico POLITICO, por el European Youth Forum y por la Universidad de Maastricht, junto con el resto de candidatos a presidir la Comisión Europea, que sí asistieron.
UN PROGRAMA DIFÍCIL DE CUMPLIR
Los populares se merecen más. La candidatura The future of we, en inglés ‘Nuestro futuro’, en alusión a las dos primeras letras del apellido del candidato, Weber, no solo es gramaticalmente incorrecta sino que no tiene fuelle. Lo mismo le ocurre a su insatisfactorio programa de doce puntos que no es que carezca de visión de conjunto, sino que además resulta dudosamente irrealizable.
Una de sus doce propuestas para estos cinco años es frenar el proceso de adhesión de Turquía, pero como lleva años paralizado se podría argumentar que el caso está cerrado.
En primer lugar, la formación popular propone desplegar 10.000 guardias costeros en 2022 para defender las fronteras mediterráneas. La medida podría gustar a un público conservador si no fuera porque la Comisión actual ya propuso lo mismo para 2020 y se vio obligada a retrasar su propuesta hasta 2027 por las reticencias de ciertos Estados miembros que no desean dar nuevas competencias a la UE en materia de control de fronteras.
Weber también propone crear un FBI europeo para combatir al terrorismo, algo imposible porque son mayoría los Estados miembros que rechazan ceder mayor soberanía en materia de seguridad. Su tercera propuesta consiste en parar el proceso de adhesión de Turquía, si es que alguna vez estuvo sobre la mesa desde que Sarkozy frenara sus aspiraciones en 2008. Podríamos argumentar que el caso está cerrado.
El candidato popular también sugiere un nuevo mecanismo para el cumplimiento del Estado de derecho, estableciendo un tribunal de nueve personas tras cuyo dictamen, en caso de infracción, se aplicarían sanciones financieras. Esta medida, pensada contra Hungría y Polonia, no deja de ser problemática porque, tal y como explicamos en otro artículo, la actual Comisión también propuso que la obtención de fondos estuviese vinculada al cumplimiento de la ley, algo que se ha cruzado con escollos legales y sobre todo con la oposición política de los países de Europa central.
El PPE también propone convertir Europa en el primer lugar del mundo sin enfermos de cáncer, un objetivo loable pero que no depende del candidato popular pues la competencia de salud pública la detentan los Estados, que ni siquiera comparten información básica a este respecto. En realidad, Weber solo podría aumentar los recursos financieros y promover congresos europeos en la materia.
Otras dos medidas de Weber serían, por un lado, impulsar las casas inteligentes para que los mayores puedan continuar viviendo en sus hogares sin depender de sus familiares y, por otro, la quimera de crear cinco millones de empleos para los jóvenes sin hacer ninguna reforma en la estructura económica de la Unión porque, sin una cierta unión fiscal, a la que abiertamente se oponen miembros del PPE, este último objetivo resulta inverosímil. Incluso esta semana la Comisión Europea avisó de que las previsiones económicas vuelven a revisarse a la baja y así no se puede. Por si fuera poco, el ejecutivo comunitario hoy carece del presupuesto, de la competencia y de la influencia directa en los mercados para crear empleo, sobre todo si dicha Comisión se enfrenta a la oposición política de sus propias filas conservadoras.

Otra propuesta surrealista es la de acabar con 1000 reglamentos europeos, fruto de la concepción falsa de Europa como gran monstruo burocrático. Jean-Claude Juncker, el actual presidente de la Comisión, prometió algo parecido pero ni de lejos llegó a esa cifra, sobre todo porque cada reglamento suprimido se enfrenta con la resistencia de grupos de interés y de asociaciones que empujan para que, de una o de otra forma, se elabore otra ley que la sustituya.
Las otras propuestas son un fondo de transición digital para ayudar a los trabajadores en su formación tecnológica, financiada con un impuesto a las grandes empresas que hoy se da de bruces con la regla de la unanimidad para cuestiones fiscales que permite a Irlanda frenar su adopción; ayudas para familias jóvenes que quieran construir su propia casa, algo difícil salvo que se modifique la estructura del Banco Europeo de Inversiones, que nunca ha efectuado préstamos directamente a particulares; la prohibición en todo el mundo de la explotación infantil, gracias a una política comercial responsable, una iniciativa del grupo socialista y de los verdes que no se aprobó precisamente por la oposición del grupo popular con el argumento de que a la UE le habría resultado más difícil alcanzar nuevos acuerdos de libre comercio; y, por último, la prohibición de los plásticos de un solo uso en el mundo entero, algo que, como podrán imaginarse, no depende de Europa.
Cinco años para esto.
FANTASMAS PASADOS Y FUTUROS
A este programa vago e incompleto, del que muchos esperábamos más, se le suma una serie de desdichas que llevan protagonizando las portadas de los periódicos europeos varios meses.
Si el Partido Popular Europeo quiere volver a ganar más de 200 escaños, deberá articular un discurso centrista para aquellos que desean una Europa mucho más eficaz desde un punto de vista económico.
La más flagrante ha sido la de Fidesz, el partido del primer ministro húngaro Viktor Orbán, que (por el momento) permanece como miembro del Partido Popular Europeo a pesar de que ha instaurado un régimen pseudo-totalitario en el país centroeuropeo. Orbán lleva años en las portadas gracias a sus discursos sobre la necesaria «homogeneidad étnica» del pueblo húngaro; a su acoso a la universidad internacional de Budapest, que tuvo que cerrar sus puertas; y al uso partidista de las instituciones del Estado. Ante esto, el Partido Popular Europeo se ha limitado a suspenderlo hasta que pasen las elecciones, aunque por fin se vislumbran movimientos internos para expulsarlo.
Otro elemento incómodo es la nueva líder de la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), el partido de Angela Merkel, miembro del PPE. Si alguna vez pensaron que la canciller alemana frenaba toda iniciativa europeísta propuesta por sus socios, prepárense a ver de lo que es capaz Annegret Kramp-Karrenbauer, quien se opuso personalmente a la expulsión de Viktor Orbán.

Annegret Kramp-Karrenbauer o AKK, como la conocen en Alemania, está a favor de un mercado común bancario y de un pacto paneuropeo por el clima, pero su postura hostil a la inmigración y a avances sociales como el matrimonio homosexual está llevándola a perder votos entre su propio electorado, tal y como explica Der Tagesspiegel. Al parecer, los votantes de la CDU, acostumbrados al estilo moderado de Angela Merkel, no comprenden a la nueva líder, que está llevando su partido por debajo del 30% de los votos.
VOLVER A LAS RAÍCES
Todo parece confirmar que si el Partido Popular Europeo quiere volver a ganar más de 200 escaños, deberá, más que radicalizar y nacionalizar su discurso, articular un discurso centrista para aquellos que desean una Europa mucho más eficaz y pragmática desde un punto de vista económico.
Al contrario de lo que muchos populares piensan, el freno perenne al avance de Europa no podrá sino traer mayor precariedad y mayores problemas a largo plazo a la formación. La continua negativa del norte conservador a cualquier reforma de calado, discretamente asumida por las derechas del sur, no es la respuesta al futuro. Un no siempre debe siempre venir en política acompañado de una alternativa constructiva. Además, solo una prosperidad inclusiva, donde los ciudadanos sientan que disponen de un abanico de oportunidades para su futuro, garantizará a los populares su gloria pasada, tras diez años de políticas erráticas no asumidas, de egoísmos nacionales y de crisis no resueltas. Europa se merece un Partido Popular Europeo distinto, un PPE generoso, europeísta, que se enfrente a los problemas de frente, que se explique y que mire al futuro como hacía antes, no al pasado de los nacionalismos funestos.