Es inverosímil proponer lo mismo de siempre y pretender que los ciudadanos lo sientan diferente. La propuesta del Consejo Europeo de nominar a la conservadora alemana Ursula von der Leyen como próxima presidenta de la Comisión es sin duda legal, pero lanza un mensaje nocivo al electorado europeo, dando argumentos a los que caricaturizan las instituciones europeas como el cortijo de una élite despegada de los ciudadanos.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
No cabe duda de que el paquete ha sido difícil de aprobar y de que el hecho de que los jefes de Estado y de gobierno se tengan que reunir veinte horas sin dormir para llegar a un acuerdo es sintomático de la necesidad de reformar los procedimientos comunitarios. También es cierto que los líderes cuentan con la legitimidad de las urnas y del artículo 17.7 del Tratado de la Unión Europea (TUE) para proponer, «teniendo en cuenta el resultado de las elecciones», a los candidatos a los altos cargos de la UE. Sin embargo, la palabra más escuchada en Bruselas esta semana ha sido «decepción» y es que a nadie se le ha podido quitar el regusto de que Ursula von der Leyen no se presentó a las elecciones para ser presidenta, mientras otros muchos, los Spitzenkandidaten, sí lo hicieron.
Programas, campañas y debates no han servido para nada, y eso que los grupos parlamentarios habían prometido que no aceptarían ningún otro candidato que no fuese un Spitzenkandidat. Los líderes nacionales tiraron por tierra de un plumazo todos los argumentos esgrimidos para promover la participación en las últimas elecciones europeas. «Vota porque esta vez es diferente» era el lema de todos los promotores, pero el mensaje del Consejo Europeo es claro: nada ha cambiado. La sensación de engaño y la consecuente desilusión que se palpa es tan generalizada que resulta difícil predecir los efectos que a largo plazo esta Comisión podría tener sobre el electorado y sobre el apoyo al proyecto, máxime porque se produce en un momento tan delicado.
UNA COMISIÓN QUE SALVA LOS PLATOS
Una vez tirado por la borda el compromiso de Osaka entre los dos principales Spitzenkandidaten para que Timmermans fuese elegido presidente de la Comisión y Weber, presidente del Parlamento, que contaba con el beneplácito de Angela Merkel, de Emmanuel Macron y de Pedro Sánchez, negociadores oficiales de las tres familias políticas europeas, pero con el rechazo de varios miembros del Partido Popular Europeo, de los aspirantes a autócratas de Polonia, Chequia y Hungría y del gobierno italiano, las opciones que quedaban eran pocas.
Programas, campañas y debates no han servido para nada.
Los líderes europeos salvan los platos en un acuerdo que beneficia en todos los sentidos al presidente francés Emmanuel Macron al sumarse tres tantos: primero, elige en la Comisión a una mujer propuesta por él; segundo, coloca a una compatriota en el Banco Central Europeo (BCE); y, tercero, designa a un compañero liberal y francófono a la cabeza del Consejo Europeo. Además, los liberales se quedan satisfechos pues la vicepresidencia segunda irá a parar a su candidata, Margrethe Vestager.
Por su lado, el Partido Popular sale muy beneficiado al situar al frente de las dos instituciones más importantes a dos correligionarias conservadoras y el Partido Socialista, en particular la delegación española, se lleva el premio de consolación al colocar a Josep Borrell como Alto Representante para Asuntos Exteriores y a Frans Timmermans como vicepresidente primero de la Comisión. Como explicaba el presidente español, el acuerdo permite a los socialistas mantener las cotas de poder de la pasada legislatura, pero no deja de ser insuficiente pues aspiraban a más: a una Comisión socialista, fundamentada en valores progresistas, que impulsase los cambios que requería Europa para acabar con el descrédito de las instituciones.
Desde varios puntos de vista, el acuerdo cuenta con algunos aspectos positivos.
En primer lugar, se trata de la primera ocasión en la que las presidencias de la Comisión y del Banco Central Europeo podrían estar ocupadas por mujeres. Al mismo tiempo, la elección de Christine Lagarde al timón de la política monetaria supone un alivio para todo aquellos que temían que si Timmermans llegaba al poder, el Partido Popular Europeo y en especial Alemania habrían forzado la candidatura de Jens Weidmann al BCE. No olvidemos que Weidmann es un ultraortodoxo conservador, el halcón del Bundesbank. Si por él hubiera sido, los estímulos monetarios aplicados por Mario Draghi, que relajaron la presión sobre la moneda común, nunca se habrían producido. Además, si se considera que el mandato del presidente del BCE es de ocho años y no de cinco, haber evitado su nominación es un logro en sí mismo para cualquier que no sea un ultraortodoxo de la austeridad a cualquier precio.
Se trata de la primera ocasión en la que las presidencias de la Comisión y del Banco Central Europeo podrían estar ocupadas por mujeres.
Por otra parte, huelga decir que la designación de Josep Borrell como Alto Representante es una excelente noticia para España y también para Europa, pues su incomparable trayectoria profesional lo avala como candidato. En este sentido, también es buena noticia la elección de Timmermans y de Vestager como vicepresidentes de la Comisión, pues permitirá equilibrar las políticas de la ex ministra de defensa alemana, cercana en sus tesis al exministro Wolfgang Schäuble. Con todo, esta parece más una Comisión del bloqueo o del continuismo que del cambio. Un ejecutivo subordinado a los Estados, con menor legitimidad democrática y sin líneas ideológicas claras. Una Comisión de todos y a la vez de nadie.
¿UNA COMISIÓN A LA ALTURA DE LOS RETOS ACTUALES?
Ahora bien, no se puede negar que el paquete del Consejo ha sido recibido con bastante escepticismo, cuando no desánimo, por una mayoría de analistas, políticos y ciudadanos. Que el paquete presentado no produzca ilusión es una mala señal para el proyecto europeo y augura tiempos oscuros de euroescepticismo creciente. Europa no puede permitírselo.
No olvidemos, en primer lugar, que el acuerdo alcanzado en el Consejo Europeo supone una ruptura flagrante con las expectativas del electorado europeo, al que se le había prometido que esta vez habría sido diferente, con la elección del presidente de la Comisión de forma casi directa, a través del sistema de los Spitzenkandidaten.
Cierto es que algunos dirigentes nacionales, especialmente Emmanuel Macron, habían argumentado en contra de los Spitzenkandidaten, pero ello no resta a la sensación de estafa democrática, que es la que —todos los sabemos— quedará y crecerá en los corazones de millones de europeos. Lo que importa en política, no hace falta decirlo, es la imagen que se transmite, el regusto con el que se quedan los ciudadanos. Y en este caso la imagen que se transmite es negativa.
Otro aspecto que da mala imagen, sobre todo a los ojos de progresistas y de los que por rabia votan a opciones eurófobas, es la designación de Christine Lagarde, ex directora general del Fondo Monetario Internacional, como nueva presidenta del Banco Central Europeo. Si la política no es solo ser, sino también parecer, aquí lo que parece es que unas élites desconectadas de la ciudadanía se reparten los cargos de los grandes órganos de poder sin control democrático alguno. Es un gesto difícil de explicar y que vacía los argumentos de quienes defienden que la UE, a pesar de ser un sistema supranacional, es una democracia que escucha a los ciudadanos.
Además, el paquete presentado supone cuanto menos una lectura parcial de las pasadas elecciones. El 27 de mayo el titular no fue solo que el Partido Popular Europeo había ganado las elecciones, pues en realidad había perdido amplio apoyo, sobre todo en Europa occidental, sino que los europeos, descontentos con el estado actual de las cosas, no se habían plegado a los discursos de los eurófobos, prefiriendo votar por una UE distinta y reformada, concretada en opciones políticas liberales, socialistas, verdes y de izquierdas. Hasta Merkel, que había dado su bendición a Frans Timmermans para presidir la Comisión en Osaka, entendió el mensaje de cambio. Colocar al frente del ejecutivo, por tanto, a una conservadora es como cambiarlo todo para que nada cambie, un recambio sin contenido, un seguir haciendo lo mismo de siempre, mientras los euroescépticos se siguen llenando de argumentos para atacar al mal llamado establishment. Las cotas de descrédito son difíciles de medir.
Por cierto, cabe recordar que es la Comisión la que se reserva el derecho de presentar iniciativas legislativas y, por tanto, la que decide el rumbo de la Unión. No haber logrado una presidencia socialista o liberal implica que las ansias de cambio serán mucho más difíciles de concretar, salvo que Ursula von der Leyen aplique un programa de acuerdo a las nuevas demandas ciudadanas, algo harto improbable.
Que el paquete presentado no produzca ilusión es una mala señal para el proyecto europeo. Ojalá nos equivoquemos.
Ni siquiera en Alemania los ciudadanos han recibido con agrado la elección de la ex ministra de defensa como presidenta de la Comisión, aparentemente por una deficitaria gestión en el gobierno alemán y una falta clara de liderazgo, aunque quizá es lo que buscaban ciertos gobiernos, que temían que una Comisión robusta les hiciera sombra.
A todo esto, la extrema derecha está satisfecha y ya está valorando votar a favor de Ursula von der Leyen. Hungría, Polonia, Chequia e Italia lograron bloquear a Frans Timmermans con el argumento de que había hecho valer el Estado de derecho y los derechos fundamentales en sus países, algo inaceptable. Cabría preguntarse si el hecho de que la ultraderecha esté contenta es un buen augurio para esta Comisión que se quería progresista y moderna.
Nuestro pronóstico, que esperamos sea erróneo, es que, de aprobarse esta Comisión, junto a la decisión de designar a la ex directora general del Fondo Monetario Internacional como presidenta del BCE, provocará un fuerte aumento del escepticismo entre los ciudadanos, incluidos los europeístas. Esto es especialmente real en los países del sur.
Resulta evidente que no se puede hacer lo mismo y esperar que se hable de una nueva época. Los gestos y los símbolos en política importan casi tanto como los contenidos. Por suerte o por desgracia, la señal que se envíe es la que quedará en los corazones de los ciudadanos.
Le deseamos lo mejor a la próxima Comisión, sea la que sea, para que con su buen hacer mejore la reputación de la UE, pero también constatamos que este paquete no responde a las expectativas de los electores, independientemente de lo laborioso que haya sido acordarlo. Una nueva época tiene que venir acompañada de un proyecto nuevo. En ausencia de dicho proyecto, no hay mucho que hacer.
Sigue leyendo:
Las 45 horas que dieron luz a la nueva cúpula de la UE (julio de 2019), EL PAÍS, por Bernardo de Miguel (en español).
El tranquilo ascenso de Ursula von der Leyen (julio de 2019), EURACTIV, por Claire Stam y Alexandra Brzozowski (en inglés).
La inconveniente verdad sobre Ursula von der Leyen (julio de 2019), POLITICO, por Matthew Karnitschnig (en inglés).
El próximo presidente del BCE (mayo de 2019), Bruegel, por Kostantinos Efstathiou (en inglés).
La batalla por suceder a Draghi se activa a diez meses de que expire su mandato (diciembre de 2018), PÚBLICO, por Diego Herranz (en español).