Segunda propuesta: aumentar el presupuesto europeo del 1% del PIB continental al 15%. Por supuesto, esto no implicaría en absoluto ningún tipo de subida de impuestos para los bolsillos de los ciudadanos, sino una repartición diferente de los fondos actualmente disponibles.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
Otra de las grandes falacias que se ha repetido hasta la saciedad es que la Unión Europea es un monstruo burocrático que se apodera de todo el dinero nacional, que produce un arsenal legislativo que nos ahoga y que desperdicia los fondos obtenidos en los vicios de unos eurócratas pancistas. La imagen le es útil a la derecha más ultraliberal, contraria a todo tipo de gobierno, grande o pequeño, eficaz o no. Sin embargo, el dragón burocrático bruselense está lejos de ser una realidad: en la Comisión, gobierno del continente, trabajan menos personas que en el ayuntamiento de París, una sola ciudad. De hecho, las reducciones de personal que se han producido en estos últimos años de austeridad han tenido dudosos efectos positivos en el funcionamiento del sistema y deberían reconsiderarse.
Algo parecido ocurre con el presupuesto total de que dispone la Unión. Con frecuencia se aduce que a la maligna Bruselas se le atribuye demasiado dinero en perjuicio de otras instituciones «más cercanas al ciudadano» y que además la UE no sabe invertir de forma eficaz. Sin embargo, esta es cuanto menos una imagen desvirtuada de la realidad, no solo porque el presupuesto europeo es concreto como pocos en los proyectos que designa y financia (a nivel local, con un enfoque continental), sino sobre todo porque si bien el presupuesto anual de la UE alcanza los 145.000 millones de euros (cifras de 2015), una suma elevada en términos absolutos, apenas representa el 1% de la riqueza que generan al año las economías de la UE. Dicho de otro modo, la Unión Europea solo dispone del 1% del PIB continental como presupuesto para construir el futuro de nuestros países (clique aquí para tener más información sobre el presupuesto europeo).
Una política fiscal unificada en ciertos aspectos es una necesidad imperiosa.
La causa de tal despropósito siempre fue la desconfianza de los Estados entre ellos y su reticencia a conceder demasiados recursos a la Unión, no fuese a ser que se demostrara que poner en común fondos procedentes de toda Europa para financiar proyectos locales es algo eficaz para la economía. Les habría robado protagonismo a los dirigentes nacionales y de todos es sabido que eso no puede ser: el dogma dicta que todos los logros han de ser nacionales y los fracasos, europeos.
Esta situación no es sostenible a largo plazo, empero, si queremos seguir manteniendo una unión monetaria: una política fiscal unificada en ciertos aspectos, con una UE que disponga de los recursos de que requiere para promover la prosperidad de nuestro continente y mitigar los efectos de la globalización a escala continental, es una necesidad imperiosa. Es además la consecuencia lógica de haber mancomunado el destino monetario y económico del continente.
Hablemos ahora de cifras. Jacques Delors, entonces presidente de la Comisión Europea, solicitó sin éxito en 1989, en un informe sobre el futuro de la Unión, que el presupuesto se doblara al 2,5% del PIB continental pero, ¿qué gobernante nacional iba a aceptar que la UE funcionara bien en contra de sus propios intereses electorales? En 1997, en otro informe de la misma naturaleza, Donald MacDougall, un prestigioso economista, explicó con argumentos sólidos por qué era conveniente que los fondos europeos ascendiesen al 7,5% del PIB continental: una vesania, habrán pensado, que no mereció mayor debate, ¿para qué? La negativa de nuestros líderes políticos, que ahora critican de manera irresponsable la supuesta «impotencia» de Europa para actuar con eficacia, era constante y rotunda.
Solo dotando a la UE de los recursos necesarios podremos alcanzar nuestros objetivos compartidos.
Ahora bien, parece harto evidente qué ocurriría en nuestro continente si se septuplicara el poder de que dispone Europa para tomar decisiones en beneficio del bien común, sin atender a intereses personales o nacionales de dirigentes o de países concretos. Con todo, el lector de este artículo, quizá al percatarse de lo que eso supondría, se habrá asustado y pensará que se trata de demasiado dinero como para que sea gestionado por una élite misteriosa y «lejana». Es natural.
Nosotros, sin embargo, no solicitamos que el presupuesto europeo se aumente al 7,5% del PIB nacional; nos parece poco. Nosotros promovemos un aumento al 12% o al 15%, algo que acercaría Europa algo más a los estándares de sus homólogos en el mundo. Solo dotando a la UE de los recursos necesarios podremos alcanzar nuestros objetivos compartidos. Que esto se consiga mediante la reducción de los impuestos nacionales y el pago directo de impuestos europeos o sencillamente en forma de transferencia fiscal de las arcas de los Estados a Europa es indiferente. Antes de juzgar la propuesta, no obstante, nuestro escandalizado lector requerirá de un dato comparativo para ponerla en perspectiva: aún con el 15% estaríamos muy lejos del 33% que hoy supone el presupuesto federal de Estados Unidos respecto del PIB. Seguimos siendo pues —parece razonable concluir— solo medianamente ambiciosos.
En cualquier caso, lo que no resulta concebible y que supone una disfunción enorme cuyas consecuencias hoy sufrimos es que una unión monetaria (y en parte fiscal debido al Semestre Europeo y al tratado conocido como Pacto Fiscal, firmado en 2010) no cuente con ese fondo común para que la Comisión Europea pueda equilibrar la economía, reactivar los sectores perjudicados por la crisis, impulsar la innovación, fomentar el desarrollo de las regiones más pobres, dinamizar las más vanguardistas y, en definitiva, servir de contrapeso ante los choques macroeconómicos que se seguirán produciendo en el futuro. Que hoy sea Grecia no implica que mañana no pueda ser Finlandia, o Dinamarca o Alemania los que sufran un contratiempo y entren en crisis.
El presupuesto se gestionaría como hasta ahora, es decir, de forma regional.
Contra esta iniciativa, sin embargo, se suele invocar una reserva. A menudo se aduce que esta es una propuesta de los países deudores del sur para que Alemania y los países escandinavos les paguen las facturas, pero este argumento no es más que un funesto sofisma: el presupuesto europeo se gestionaría en realidad como hasta ahora, es decir, de forma regional. Así, las regiones pobres de España recibirían más ayudas que las regiones ricas de Alemania, pero las regiones pobres de Alemania, que las hay, también recibirían fondos de las regiones más dinámicas de España. Además, no se trataría de transferencias regionales o nacionales, sino de una política fiscal más europea en la que Bruselas se encargaría de gestionar y de controlar a qué proyectos y en qué regiones se facilitaría el crédito europeo. Esto, unido a la notable actividad del Banco Europeo de Inversiones, podría resolver gran parte de los problemas estructurales que ha supuesto unir a países muy poco desarrollados, como los de Europa Central, y a países muy ricos como Francia, Alemania o los Países Bajos.
A este fin, sin embargo, y en eso estamos de acuerdo todos, sería necesario también un refuerzo de los controles europeos para evitar la corrupción regional, pero para ello bastaría, grosso modo, con aplicar la metodología comunitaria, que consiste en que las regiones pobres se autofinancien sus propios proyectos, previo visto bueno de Bruselas, y que, una vez concluidos, extiendan el cheque a la Comisión, que solo pagaría la factura siempre que no se hubiesen producido irregularidades (esto es, corrupción política y empresarial sobre el terreno). A su vez, el Tribunal de Cuentas Europeo seguiría encargándose, con la eficacia que lo caracteriza, de supervisar la veracidad del uso dado a los fondos de dichos proyectos.
En resumen, si bien es organizativa y políticamente complicado, un presupuesto ambicioso como el que proponemos es posible, pero implica un doble compromiso para incrementar la confianza entre los socios europeos: por un lado, que los países con más recursos acepten una mayor solidaridad; y por otro, que todos asumamos un mayor control comunitario en los asuntos que nos atañen a todos y una mayor responsabilidad ante los recursos percibidos. O dicho en dos palabras: hace falta honestidad y transparencia. Y voluntad de construir juntos.
Lea la cuarta parte: Más democracia.