En este segundo viaje por los rincones de Europa, vislumbramos por un lado la desazón del norte, cuya opinión pública desconfía de las intenciones de sus socios, y por otro la presión de Francia para que lleguen las ansiadas reformas mientras denuncia el perpetuo inmovilismo.
Rafael Guillermo LÓPEZ JUÁREZ
Hablar hoy de Alemania es un ejercicio fascinante. Corre aire nuevo en Berlín gracias a la salida del adalid de la austeridad irracional, Wolfgang Schäuble, ex ministro de finanzas de Angela Merkel, premiado con la presidencia del Bundestag por su excelente gestión europea de la crisis del 2008, de la que todavía no hemos salido. Merkel le debía mucho políticamente, pero sin él la canciller alemana debería sentirse más libre para acometer, con su pragmatismo habitual, las reformas «entre urgentes y muy urgentes», citando al ministro italiano Padoan, que requiere el euro. Dada su inteligencia política, resulta evidente que Merkel es consciente de que sin reformas que mejoren el bienestar del sur y del este, el euro no aguantará la próxima crisis política o financiera. Está atada de pies y manos, empero, porque es prisionera de la opinión pública alemana que ella misma contribuyó a alimentar.
Este es el punto más escabroso de la situación actual. Acrecentado irresponsablemente por los conservadores durante los años de la crisis financiera y de deuda soberana, caló el mensaje de que los alemanes no hacen más que pagar las facturas de los «imprudentes» ciudadanos del sur. Según este relato falaz, el resto de europeos estaría viviendo la dolce vita mientras los alemanes, con esfuerzo y tesón, estarían financiando el bienestar colectivo de Europa, pagando el precio de su éxito. No, según esta narración Alemania nunca se habría beneficiado de la actual estructura del euro ni de las reglas impuestas, sino todo lo contrario. Así están los estereotipos en el norte.
El problema es que, por desgracia, con el pasar de los años este relato ha ido evolucionando hacia posiciones más euroescépticas, xenófobas y nacionalistas. Esta impresión general de la grandeza alemana es lo que explica el aumento del euroescéptico partido liberal o, más grave aún, de la extrema derecha, que ha encontrado en la inmigración su chivo expiatorio. Tal es el desmán que para combatir al partido neonazi Alternativa para Alemania en Baviera, donde en octubre se celebran elecciones, el ministro de Interior alemán y líder de la CSU, el partido regional asociado a la CDU de Merkel, ha amenazado a la canciller con romper el gobierno si no se toman medidas contundentes contra los inmigrantes. Habrá que ver hasta dónde están dispuestos a ceder los restantes Estados miembros para evitar unas elecciones en Alemania que debilitarían aún más a los partidos menos propagandistas en este ámbito.
Es la victoria del discurso identitario ultraconservador. Urge así preguntarse en realidad si conviene aplicar medidas restrictivas contra la inmigración, que se convertirían en una suerte de legitimación del discurso neofascista, o si por el contrario sería más oportuno dar una lección de dignidad y de humanidad a los que con su odio quieren ennegrecer la Unión hasta su desintegración.
Angela Merkel está atada de pies y manos porque es prisionera de la opinión pública alemana que ella misma contribuyó a alimentar.
Ahora bien, en Alemania no todo son malas noticias: Angela Merkel está aliada con los socialdemócratas, algo sin duda positivo desde un punto de vista europeísta, ya que ellos son verdaderamente los únicos alemanes que han comprendido que el relato de la pereza sureña no es más que un cuento chino y que, por tanto, lo que se ha de hacer es avanzar por el bienestar común y por el bien de la democracia europea y de la alemana, ya que la inacción supondría un incremento del populismo también allí.

En una entrevista concedida al periódico sensacionalista de izquierdas alemán, Der Spiegel, Olaf Scholz, socialista, vicecanciller del gobierno alemán y nuevo ministro de finanzas, explicaba que el camino indicado por Francia era el adecuado. Cuando el periodista le preguntó por «la falta de seriedad» del resto de socios, Scholtz desautorizó de plano dicho argumento y esgrimió que Francia, España, Portugal, Irlanda y otros países están haciendo los deberes que les correspondía y que, por tanto, le ha llegado el turno a Alemania, como primera economía de la UE, de interiorizar su parte de responsabilidad en el actual estado de las cosas y actuar.
El vicecanciller socialdemócrata y nuevo ministro de finanzas alemán propugna un discurso europeísta inédito en Alemania.
En concreto, el vicecanciller propuso que se complementaran los sistemas nacionales de prestación por desempleo con un seguro común para todos los países de la zona euro. En la práctica supondría que si un país sufriese un golpe en medio de una crisis económica que le supusiese un alto nivel de desempleo y, por tanto, un gran agujero en sus arcas públicas, este pudiese tomar prestado fondos de una hucha común. Al acabar la recesión, el país devolvería el dinero prestado al fondo común y ya está. Así todos los países, concluyó, se sentirían más protegidos y también corresponsables de la buena utilización de dicho fondo. Ante las críticas del periodista, que aducía que Alemania correría el riesgo de invertir en dicho fondo sin ningún beneficio, Olaf Scholz argumentó lo contrario, ya que la agencia federal alemana de empleo quedaría intacta y, además, ninguna deuda se compartiría: «crear un fondo común no significa mutualizar las deudas», explicó. Dicho de otro modo, «se aumentaría la estabilidad financiera del sistema en general sin desventajas para el sistema de seguro por desempleo alemán». Un discurso europeísta precario pero inédito en Alemania.
En cambio, en Austria el presidente conservador Sebastian Kurk, aliado en el gobierno con la extrema derecha, anunció un recorte del Estado del Bienestar para evitar que se convierta en «un imán para inmigrantes». Entre las medidas para reducir los flujos migratorios desde África a «cero» en 2020, un objetivo a todas luces imposible, el país propone que se cree un responsable europeo de asuntos migratorios que negocie con los países africanos acuerdos de repatriación. Qué duda cabe de que se trata de una propuesta de lo más conveniente para el gobierno austríaco: primero promete algo incumplible a su electorado y luego propone que de ello se ocupe la UE para, cuando esta no pueda obtener los resultados esperados, echarle la culpa y erosionar el proyecto europeo.
El ingenioso gobierno también ha propuesto que se creen centros de solicitud de asilo fuera de Europa, por ejemplo en Níger, que se lancen campañas de disuasión en los países de origen de los inmigrantes y que se haga pagar hasta 840 euros a los solicitantes de asilo para sufragar los trámites. Todo esto, por supuesto, restringiendo de cuajo los derechos de los inmigrantes en el país.
Para agudezas, sin embargo, está Dinamarca, que lidera el grupo de países que propone crear un centro de refugiados fuera de la UE para expulsar a los migrantes con órdenes de deportación pendientes.
OCCIDENTE, ENTRE EL BREXIT Y LA AMENAZA DE LA EXTREMA DERECHA
Los británicos están que trinan. Al final ha resultado que el Brexit no les convenía tanto como defendían. Solo está contento Boris Johnson que, creyendo en los milagros, sin un solo estudio que lo avale en la mano, sigue profesando su fe ciega e incondicional a que del caos del Brexit surgirá un momento de renacimiento comparable al de la Italia del siglo XIV, «como está ocurriendo con Donald Trump», afirma. Ánimo. Fue él al fin y al cabo quien acusó al ministro británico de economía de ser un baluarte de los partidarios de la permanencia en la UE, intentando arruinar «el éxito del Brexit».
Theresa May es consciente de que necesita un acuerdo aduanero que perjudique lo menos posible el comercio con el bloque pero, presionada por los antieuropeos, ha tenido que rechazarlo.
Ante el acercamiento de la fecha límite, el 29 de marzo de 2019, se ha inaugurado la guerra de las culpas y las divisiones en el equipo británico son cada vez más profundas. Michel Barnier, el negociador de la UE, se quejaba hace unos días de que Londres vive en una especie de nostalgia porque «quiere quedarse prácticamente en todo sin respetar las reglas comunitarias». Al decirles que no podrán disfrutar de los beneficios que conlleva estar en la Unión si no forman parte de ella, los dirigentes británicos acusan a la UE de egoístas, como si hubiesen sido los europeos, y no ellos, los que votaron por la salida en el referendo del 23 de junio de 2016.
Por su parte, Theresa May no termina de aclararse: es consciente de que necesita un acuerdo aduanero que perjudique lo menos posible el comercio con el bloque, destino de más de la mitad de sus exportaciones, y que le permita evitar una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda pero, al mismo tiempo, presionada por los antieuropeos, ha tenido que rechazarlo porque continuar en la unión aduanera obligaría al Reino Unido a respetar las regulación comunitaria y le impediría firmar acuerdos comerciales con terceros países.
Al otro lado de la Mancha, Francia presiona para conseguir una reforma profunda de la eurozona. Aunque parece que el presidente francés ha alcanzado un principio de acuerdo con Angela Merkel para la creación de un presupuesto europeo y otras medidas, la falta de concreción en el fondo nos hacer pensar que se trata más de un anuncio mediático que de una reforma de calado. Y ya se sabe: si las reformas se vacían de contenido, podrán quedar muy bonitas en los titulares de los periódicos, pero incrementan la frustración generalizada de una población que quiere soluciones reales a sus problemas cotidianos y que ya no perdona. Fuel para los populismos racistas. Además, por si no fuese suficiente, ahora doce países han manifestado su oposición al acuerdo franco-alemán por considerarlo excesivamente ambicioso y europeísta. Poco más hay que añadir.
En lugar de replegarse en el discurso nacionalista y xenófobo, Emmanuel Macron ha optado por una Europa reformada como baza ante la extrema derecha.
Con todo, Macron insiste: sin un presupuesto común del 5-7% del PIB, sin una agencia europea de inversiones permanente, sin un ministro de economía con poder que coordine –no sincronice– las políticas de los Estados, sin un subsidio de desempleo común, sin una unión bancaria más ambiciosa y, sobre todo, sin algún instrumento que permita compartir los riesgos que supone tener una moneda común, junto al respeto de las reglas que nos dimos, no habrá futuro. Y no es una amenaza, sino una constatación: el Frente Nacional, partido de extrema derecha, ahora rebautizado Reagrupación Nacional, obtuvo un 39% del voto en el segundo turno de las últimas elecciones presidenciales francesas. Con Le Pen al frente del país, lo sabe Macron, el sueño europeo se quedaría en eso, en un sueño, si es que sobrevive a la actual crisis migratoria, con los extremistas reeditando en tantos países la caza de brujas al extranjero.
Ahora bien, el presidente francés es consciente también de que dirige un país en el que la retórica de la gloria de la nación juega un papel central. En lugar de replegarse en el discurso nacionalista y xenófobo, como sí están haciendo los conservadores alemanes en el tema migratorio, Macron ha preferido apostar valientemente por una Europa reformada que responda mejor a los desafíos del siglo XXI. Para convencer a sus electores, sin embargo, el presidente no deberá solo presentar resultados económicos favorables, sino explicar a su electorado que la UE es el instrumento que fundamenta el bienestar de Francia y su alcance a escala continental, una necesidad que casa mal con el necesario espíritu de compromiso y de consenso del club comunitario, esencia de la confianza entre socios. Veremos qué sucede.